Page 43 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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—Tengo hambre —dijo, ignorando mi pregunta por un momento, y es que

               cuando Tania tenía hambre, sueño o ganas de ir al baño, las cortesías no
               importaban. Mi amiga se acomodó en su pupitre y buscó en su mochila el
               almuerzo. Aún no era hora del recreo, pero eso no iba a detener a su caprichoso
               estómago. Y luego de darle una mordida a un durazno, continuó:


               —No se lo he dicho a Laura, amiga, pero la verdad no creo que sirva de mucho
               saber que todas las desaparecidas fueron a la ciudad.


               —A mí me parece un inicio. La policía sólo ha buscado en hospitales, ni siquiera
               han venido al pueblo.

               En eso estábamos cuando entró la doctora. Era la única forma en que un

               escandaloso grupo de cuarenta niños se convirtiera inmediatamente en un equipo
               de estatuas mudas, sentadas en su pupitre. La directora esperó a que el silencio
               fuera tal que el rechinido de la puerta entreabierta que amenazaba azotarse fuera
               el único sonido que se pudiera escuchar. Noté entonces que llevaba una mano
               vendada. También me di cuenta de que estaba molesta, las venas de su frente se
               veían hinchadas, como a punto de estallar y dejar escapar un monstruo oculto en
               su cerebro, como en las películas que le encantaban a Tania y a Mario. Entonces
               habló (o tal vez habló el monstruo en su cerebro):


               —Este asunto de las desaparecidas me tiene muy molesta, así que les voy a
               suplicar que se comporten —llegó al escritorio, dejó caer los libros que cargaba
               sobre el mueble, se sentó, abrió un fólder y comenzó a pasar lista. Y como
               Álvarez Quintana Fernando no respondió “presente”, sino “¿y la maestra?”, la
               doctora se puso de pie y, tras contar hasta treinta (me imagino) para controlar el
               enojo que esa pregunta le había causado, aclaró—: La maestra Brenda pidió
               permiso para buscar a su tía en el pueblo vecino, pero no por eso van a perder
               otro día de clases, así que hoy voy a sustituirla. ¿Algún otro cuestionamiento? —
               dijo con una mirada que parecía un puñal a punto de ser lanzado contra el que se
               atreviera a hacer alguna pregunta tonta. Pero como siempre pasa en esos
               momentos de tensión espesa, un niño de las filas de atrás, o tal vez debía decir el

               mismísimo Alacrán, con su voz chillona, preguntó:

               —¿Qué le pasó en la mano, doctora?


               Todos teníamos curiosidad por esa mano de momia, pero cualquier ser
               inteligente sabía que si preguntaba era posible que la directora le aventara el
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