Page 59 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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APENAS PUDE DORMIR con la inquietud de otra desaparición y además tuve
una pesadilla. Era un sueño en el que veía cómo mamá y Érika tomaban el
autobús de la ruta 23. Yo corría para avisarles que no lo abordaran. Ellas no se
daban cuenta y creían que mis gritos eran de despedida y buenos deseos, así que
agitaban sus manos, sonrientes. De pronto, un viento atrapó el camión y lo
levantó del suelo. Mamá y Érika intentaron salir, pero la puerta se había atorado.
Entonces la corriente de aire, girando como una licuadora, se llevó el camión y
lo elevó hasta las nubes, sin que mis gritos pudieran alcanzarlo.
Mientras me vestía para desayunar, una pregunta me inquietaba. ¿Quién habría
desaparecido durante la noche? Y un mal sabor me llenó la boca, un sabor como
a moneda vieja. Me di cuenta de que esto no parecía tener fin y que aunque
mamá me lo hubiera prohibido, tendría que buscar la forma de salir a buscar
pistas.
Justo estaba mi madre preparando un poco de café, cuando tocaron a la puerta.
Yo derramé unas serpentinas de leche desde el vaso, ante el sorpresivo llamado.
—¿Podrían abrir, por favor? —dijo mamá, mientras apresurada, se abotonaba la
blusa y salía a su cuarto.
—¿Quién podrá ser? —dijo Érika al dirigirse a la puerta.
Yo tenía una sensación incómoda como la que te da en la boca justo antes de
chupar una toronja amarga. Cuando mi prima abrió, tuve que ponerme de pie,
por la inesperada imagen que me hizo, ahora sí, tirar un chorro completo de
leche, que fue alcanzado en un segundo por el vaso de plástico que había
escapado de mi mano.
Era Mario. Y estaba muy inquieto, casi a punto de llorar. Entró a la casa y se
adelantó unos pasos.
—Pero, Mario, ¿qué tienes? —preguntó Érika asustada.