Page 61 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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Cuando Mario terminó de hablar, mamá y Érika tenían el rostro paralizado, yo
tuve que mover los dedos de mis manos y mirar cómo se arqueaban para
convencerme que el tiempo mismo no se había detenido.
No lo podía creer, la maestra Brenda ¿también?
—Esto es el colmo —dijo furiosa mi madre, mientras se sentaba en el sillón para
colocarse los zapatos—. Por lo visto vamos tener que traer a la policía jalándola
de los cabellos.
Érika se acercó a confortar a Mario con un abrazo y cuando mamá estaba
abriendo la puerta, solicitó:
—Yo también quisiera ir, tía —y era un tono desconocido en su voz, muy
diferente del que despedía con su risa de todos los días.
En unos segundos estaban las dos fuera. Antes de cerrar la puerta, mi madre me
ordenó severamente:
—Por ningún motivo vayas a salir, Ivón —se dirigió entonces a mi amigo—. Y
tú Mario, quédate con ella. Te prometo que voy a mandarle pensamientos a tu tía
para pedirle que se comunique.
Por un instante no supe qué hacer cuando Mario y yo nos quedamos solos, nunca
había abrazado a un amigo o amiga que tuviera un problema así. Sólo se me
ocurrió preguntarle si no quería desayunar algo. No sabía qué se le podía ofrecer
a alguien que acababa de extraviar a un familiar, así que le ofrecí un pan —que
dicen que se lleva bien con las penas, o algo así—. Pero para mi asombro, Mario
dijo:
—Tenemos que ir a la parada de la ruta 23.