Page 65 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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juguete se escuchó, al tiempo que él protestó:
—Pues si ustedes quieren irse a sus casas, vayan. Yo no me voy a quedar con los
brazos cruzados.
Comenzó a caminar en la dirección contraria a mi casa, o sea hacia nuestro
destino original: la parada de la ruta 23.
Laura se acercó a mí y me advirtió:
—¿Recuerdas lo que dijo Pilar sobre la tía Estela de Mario?
Me acordé que Pilar nos había dicho que al mirar a Estela no la había distinguido
bien y que por esa razón quería reparar sus lentes. Laura subrayó:
—Tal vez Pilar se dio cuenta de que la tía Estela desaparecería.
Yo sólo le contesté:
—Es mejor que no se lo digamos a Mario.
Entonces me di cuenta de otra cosa. Pilar tampoco nos había visto claramente a
mí y a Laura aquella vez, ¿significaría entonces que estábamos en peligro? No
me quise detener a pensar más en eso, pues me percaté de que nuestro amigo
caminaba cada vez más rápido y se alejaba de nosotras. Corrí para darle alcance.
Unos segundos después ya estábamos caminando de prisa junto a él.
Estábamos desobedeciendo a muchas personas ya: tías, mamás y maestras. Me
sentí como si fuéramos unos forajidos del Viejo Oeste, caminando por los
callejones desiertos del pueblo, en espera de que en cualquier momento el
comisario nos detuviera. Él nos diría que el pueblo era muy chico para los cuatro
y nos ordenaría regresar a nuestras casas y, como no le haríamos caso, nos
dispararía y nosotros tendríamos que hacer lo mismo. Claro que venceríamos por
ser tres expertos tiradores, y podríamos seguir nuestro camino.
Las calles estaban vacías y polvorientas y en las casas apenas se podía ver, en
uno que otro patio, a un hombre leyendo o dormitando sobre una hamaca. Me
pregunté si ellos sabrían lo que estaba pasando en el pueblo, ¿no sería alguno de
esos tipos en sillones o camas el que estaba desapareciendo a las mujeres?, ¿uno
que hubiera decidido levantarse, a pesar de los años de inmovilidad? En eso