Page 70 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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Laura se internó en el enorme desierto, conmigo detrás y Mario siguiendo

               nuestros pasos. Unos segundos después, el Bicho y el Alacrán nos perseguían,
               mientras Vengador mordía los pantalones del Garrapata. Mario se detuvo y
               comenzó a aventarles piedras a los Escorpiones. Eso los hizo detenerse un
               momento.


               Laura era delgada y rápida, y yo, aunque un poco cachetona, sabía que podía
               correr más rápido que un bicho, un alacrán o una garrapata.


               Yo creo que corrimos unos cinco minutos, tal vez menos de un kilómetro, pero a
               mí me pareció que habíamos competido en el maratón por cinco horas y que
               detrás de nosotros venía un ejército completo de osos salvajes y no un trío de
               niños tontos. Detrás nuestro escuchábamos cómo Vengador seguía deteniendo a
               nuestros perseguidores con sus ladridos y sus ataques a los pantalones.


               De pronto surgió ante nosotros algo insospechado: una barranca. Laura apenas
               pudo detenerse. Me paré en el borde y me di cuenta de que no era muy profunda:
               era una gran zanja de varios metros de ancho, que se extendía a lo largo por los
               dos lados como si fuera un gran río seco. Me volví y vi que los Escorpiones
               estaban aún lejos, aventando piedras a Vengador, que insistía en no dejarlos
               avanzar. Laura se dio cuenta de eso y decidió bajar el barranco. Yo la seguí.


               Las piedras se alborotaron ante nuestros pasos y comenzaron a correr a nuestro
               lado como si fueran pequeños conejos tratando de huir de nosotros. Llegamos al
               fondo y buscamos en dónde escondernos. Entonces vi a unos metros un gran
               tubo del desagüe antiguo, que penetraba en el desierto y que parecía provenir del
               pueblo, justo en la pendiente de tierra por la que habíamos bajado. Corrimos
               hasta él y nos metimos en el gran boquete negro, esperando no ser vistas. Oímos
               el sonido de las rocas que caían, nuevos conejos de piedra deslizándose, sólo que
               estos eran más rápidos. Me asomé un poco y miré cómo Mario llegaba al fondo
               de la zanja y nos buscaba. Entonces, sin hacer ruido, lo llamé con el brazo. Él
               nos vio y corrió hasta donde estábamos. Entró al tubo justo cuando sentimos que
               los Escorpiones llegaban al borde de la zanja. Casi los sentíamos sobre nuestras

               cabezas. Aguantamos la respiración y no movimos ni siquiera un pelo de nuestro
               cuerpo. Los agudos ladridos de Vengador y los gritos de los abusivos niños
               sonaban por las paredes de la zanja:


               —Perro, déjanos en paz.
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