Page 74 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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siguientes minutos bien hubieran podido escandalizar hasta al que inventó las

               palabrotas. Y tal vez hasta a Laura y a mí nos hubiera gustado usar una palabra
               “altisonante”, como les dice mi mamá, pero sabíamos que si ya estábamos
               castigadas para toda nuestra vida, bien podrían castigarnos para la próxima;
               además, todavía teníamos esperanzas de conseguir el perdón en cuanto todo el
               asunto se aclarara. Así que lo más inteligente era quedarse calladas o decir algo
               tan inofensivo como ¡hígados de pollo!


               Todas las mujeres ahí reunidas continuaron molestas por muy buen rato. Mamá
               amenazó con irse a la huelga “si no se le daba al asunto la debida importancia”,
               como ella misma dijo. La señora Katya amenazó usar su voz más agresiva y
               llamar todos los días al inspector para quejarse. A mí me pareció buena idea lo
               de la huelga y me hubiera gustado opinar que yo también me iría a la huelga de
               escuela, pero sabía que no era posible y menos con la maestra Brenda ahí.


               Cuando la tempestad furiosa que se había armado en nuestra pequeña sala se
               había convertido en una lluvia incómoda, pero más tranquila, la maestra Brenda
               nos llamó a Laura y a mí aparte.


               —Niñas, quiero que me digan la verdad, ¿encontraron algo más?


               Estaba por ponerse sus anteojos, pero Laura la detuvo:


               —No hace falta, profesora. Le aseguramos que no le ocultaremos nada.


               Ella nos vio complacida y esperó a que habláramos. Laura y yo simplemente nos
               miramos como para saber quién tomaría la palabra pero ninguna dijo nada.
               Laura se adelantó, sacó la pulsera que habíamos encontrado y se la extendió a la
               maestra, quien la tomó en sus manos con cuidado, como si fuera un brazalete de
               ramas secas que en cualquier momento se podría volver polvo. Entonces
               murmuró el nombre inscrito en las cuentas blancas: “Melquiades”; la aprisionó
               más (al parecer ya no temía que se deshiciera entre sus dedos), y yo sin poder
               contener la curiosidad pregunté:


               —¿Es una pista?


               Ella nos contestó con otra pregunta, una muy extraña:


               —¿Es la única pulsera que encontraron?
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