Page 64 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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De pronto vimos que la maestra se quedó con la mirada fija, justo sobre un poste
de luz que no tenía nada de particular, y lo miraba de tal forma que cualquiera
hubiera pensado que el poste mismo le estaba hablando. Y de pronto, como si
despertara de un sueño de diez segundos, se dirigió a mí:
—Era tu mamá. Me está pidiendo que me comunique.
—Es cierto. Todas creen que usted está desaparecida —dijo Laura.
La profesora preocupada reconoció entonces:
—Qué inconsciencia la mía. Debí avisarles. Voy a tener que ir a la delegación en
este momento.
Entonces ella hizo algo que sabíamos que nos pondría en unos aprietos tan
fuertes como las trenzas que a veces me hacía mamá para ir a la escuela. Sacó
sus antejos y mientras se los ponía nos preguntó a Laura y a mí:
—¿Y sus mamás saben que están en la calle? —luego a Mario—: ¿Lo saben tus
tías?
No importaba que Laura y yo hubiéramos bajado la mirada y que mi amigo
hiciera su mayor esfuerzo por mentir o usar un eufemismo:
—No estamos haciendo nada malo —nos defendimos.
La maestra sabía que las madres no suelen dejar que sus hijos salgan a la calle a
jugar cuando hay desapariciones diarias, así que nos pidió que regresáramos a mi
casa y que ahí la esperáramos. Se despidió y salió corriendo hasta la terminal del
camión del centro.
Estuvimos un momento sin saber qué hacer. Mario comenzó a patear piedras
perdidas sobre el camino y yo decidí sentarme en la banqueta. ¿Qué debíamos
hacer? Laura se veía confundida y dijo:
—Yo creo que lo mejor será hacer caso a la profesora.
Vi cómo Mario tomaba una pequeña piedra y la lanzaba al mismo poste de luz
que yo había creído que le hablaba a la maestra. El guijarro dio en la base del
poste y un sonido como el que hubiera dado la campana de una iglesia de