Page 101 - El sol de los venados
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CUANDO MONONA CUMPLIÓ seis meses, papá se fue de viaje. El tío
Raimundo lo invitó a su hacienda y papá, que adora el campo, no se hizo de
rogar.
A los tres días de su partida, papá ya nos hacía una falta inmensa. Le tenemos
miedo, es verdad, pero lo queremos mucho. Cuando regresa de su trabajo, se
sienta a leer el periódico y no lo podemos interrumpir porque se enoja. En la
mesa nos exige un comportamiento impecable y nos obliga a dejar los platos
limpios. “La comida no se tira, niños”, nos dice mientras nos muestra su
cinturón. Y nosotros, que comprendemos muy bien el mensaje, hacemos
esfuerzos para comernos lo que no nos gusta, como la remolacha o la sopa de
calabaza. Pero papá también ríe y hace bromas y nos dice que nos quiere
mientras nos restriega su mentón contra el rostro haciéndonos cosquillas con su
barba.
Una semana después de la partida de papá, mamá se volvió a enfermar. Una
noche dijo a Tatá que se sentía mal como la otra vez. Tatá corrió a buscar a la
abuela, que estaba en casa de la señorita Elvira.
Eran casi las siete de la tarde y había empezado a llover a cántaros. La abuela
entró en casa como si fuese un rayo desgajado de la tormenta. Se asustó cuando
vio la palidez de mamá. Hizo que se acostara y la arropó como si se tratara de un
bebé. Luego le preparó una bebida caliente y se la dio. La abuela nos ordenó a
Tatá y a mí dar de comer a nuestros hermanos y acostarlos mientras ella iba a
pedirle a la señorita Elvira que fuera a buscar un médico.
Mis manos temblaban mientras daba el biberón a Monona, y vi los ojos de Tatá
llenos de lágrimas mientras enfriaba la sopa de Nena y de José.