Page 56 - El sol de los venados
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–Sí, pero no pienses más en eso. Vete a acostar ahora.






               Fui a buscar a Tatá para que me dejara dormir con ella en su cama. Me dijo que
               sí sin protestar.






               Fue mucha gente al entierro de don Silvestre. Casi todo el pueblo.





               Papá no quiso que yo fuera hasta el cementerio y él me acompañó a la iglesia.

               Cada vez que el coro cantaba, sentía unos terribles deseos de llorar. ¡Qué frío
               debía de tener el pobre don Silvestre en ese ataúd! Y después iban a echarle
               tierra encima... ¿Por qué todos no podemos morirnos e irnos directamente al
               cielo sin ataúdes ni entierros ni flores ni tantas lágrimas?





               Ismael, sentado entre su mamá y su abuela, tenía la mirada perdida, como la del

               abuelo de Carmenza, que parece no estar en este mundo.
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