Page 60 - La desaparición de la abuela
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Orelio, niño de la calle, fue abandonado por sus padres cuando tenía dos años de

               edad. Una tía suya, ya anciana, que vendía dulces en el atrio de la iglesia de San
               Juan, se hizo cargo de él.

               La tía de Orelio no tenía la fuerza suficiente como para hacerse cargo de un

               chamaco revoltoso e inquieto que daba una guerra tremenda, así que lo dejaba
               libre todo el día y, al caer la noche, lo esperaba para llevarlo a dormir con ella.

               Orelio desayunaba y comía con los franciscanos de San Juan, lo mismo que otros

               niños de Coyoacán, y luego se marchaba a sus correrías. Sin embargo, desde el
               sábado anterior, no había querido despegarse de las faldas de su tía y ésta no se
               explicaba la razón.


               Cuando sus compañeros de andanzas llegaron hasta el puesto de dulces y le
               preguntaron si sabía algo de un ñero al que le regalaron un reloj, Orelio intentó
               darse a la fuga, pero entre todos lo pescaron y lo llevaron ante el Carlán y éste
               ante el Garrincha. ¡Orelio no tenía escapatoria!


               Al atardecer, Orelio, temblando y lloroso, explicó a todos los líderes coloniales,
               reunidos de nuevo en la caverna, lo mismo que le había dicho a la tía del niño
               limpio.


               —Pos...pos...un señor con bigotes me lo dio... y me dijo que juera a pasear por el
               metro...


               Los líderes interrogaron al niño sobre las características del hombre de bigotes y,
               de pronto, a María José, líder de la Zona Rosa, se le ocurrió preguntar:


               —¿Cómo estaba vestido ese señor?

               —Pos tenía rotos los pantalones... y tenía el saco sucio... y parecía como...


               —¿Como un limosnero...? —se iluminó la voz de María José.


               —¡Sí! ¡Así mero! —exclamó Orelio contento de saber responder, pero todavía
               asustado porque sabía que lo iban a regañar por no haber informado del “regalo”
               al jefe de cuadra.


               Todos los líderes se miraron entre sí desesperanzados. Habían adivinado de lo
               que se trataba.
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