Page 50 - La otra cara del sol
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había dicho Pacheco una vez: “En algún lugar del mundo siempre hay alguien

               que piensa en uno y de alguna manera se lo hace saber”. Pues ayer mientras
               estábamos en plena comida se apareció el abuelo con su eterno maletín de cuero,
               su camisa blanca de cuello almidonado y su mechón de pelo negrísimo.


               Justo el segundo que nos tomó la sorpresa nos quedamos quietecitos, luego lo
               tomamos por asalto y casi lo tumbamos.

               —Partida de salvajes —farfulló el abuelo mientras nos besaba.


               Fanny puso enseguida otro plato en la mesa y le sirvió abundantemente. Ella
               sabía por nosotros una de las divisas del abuelo: “Yo soy de poco comer, cuatro
               platazos y la olla lamer”. Ninguno de nosotros ha conocido jamás a nadie que

               coma tanto como nuestro abuelo y que tenga su esbeltez, y el colmo, ¡sin hacer
               ejercicio! El único ejercicio del que presume el abuelo es el de rasguear las
               cuerdas de su guitarra. Y en la noche, como siempre que está con nosotros, nos
               contó cuentos, tocó guitarra e inventó coplas hasta que llegó papá con su tos
               anunciadora de que ya era el momento de irnos a la cama. Besamos al abuelo y
               nos fuimos a acostar con la cabeza llena de historias. Me pregunté si en todas
               partes del mundo había abuelos como el mío: cuentero, coplero y comelón. ¡Qué
               suerte de tenerlo! El abuelo respira la alegría de vivir, aunque a veces se quede
               ensimismado como si estuviese en otro mundo. Cuando le pregunté una vez por
               qué se quedaba así, me respondió que eran sus momentos con Dios.


               Cuando él está en casa, en la mesa, antes de empezar a comer hay que orar. A mí
               casi siempre me dan ataques de risa y Tatá me da codazos para que me calme,
               pero me da como una risa nerviosa de verlos a todos con los ojos cerrados. Y
               cuando el abuelo alarga su oración me lleno de impaciencia, porque la comida va
               enfriarse.


               Lo mejor fue un día en que estábamos en plena oración y de pronto oímos la voz
               de Monona, que aún no se había sentado a la mesa y que decía:


               —Mira, Fanny, ¡se quedaron todos dormidos!


               Hasta el abuelo soltó la risa y tuvo que dejar trunca su oración.


               Todas las noches el abuelo nos cuenta cuentos y hasta Tatá y yo, que según él,
               somos todas unas señoritas, lo oímos felices, aunque las historias de aparecidos
               no nos produzcan el miedo de antes y nos hagan reír las caras de terror que
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