Page 54 - La otra cara del sol
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los ojos como dos bolas de lo hinchados y tengo que soportar a mis compañeras
de colegio que me preguntan: “¿Estás enferma? ¿Te castigaron? ¿Te pusieron un
cero?” Quisiera mandarlas a todas al diablo, gritarles que ellas lo tienen todo y
que no tienen las preocupaciones que nos atormentan a Tatá y a mí. Luego me
consuelo pensando que falta poco para que se acabe el año y que por ahora lo
más importante es pensar en los exámenes. Las monjas y los profes han
empezado ya a hacernos los repasos. Lo que más me preocupa, como siempre,
son las matemáticas; también la biología. Los exámenes son largos y difíciles,
según las monjas. “En este colegio no se regalan los años”, nos martilla la madre
superiora; y todas temblamos, hasta Tatá, que es la lumbrera del colegio. Qué
esperanzas puedo tener yo si hasta Tatá tiene miedo. Bueno, como dice papá, no
nos queda más remedio que estudiar.
Me pregunto si me servirá de algo saber matemáticas o biología o cualquier cosa
que tenga fórmulas y números, si más adelante, cuando vaya a la universidad,
estudiaré letras o psicología o lo que sea con tal de que no haya números. Creo
que escalar el Himalaya debe ser más fácil que tragarse la montaña de lecciones
de todo un año.
Para dejarnos más tiempo libre, papá ha pedido a Josefina, la señora que nos lava
la ropa blanca, que venga a ayudarnos en casa. Entre ella y Fanny harán todas las
tareas domésticas, así nosotras podremos dedicarnos a repasar, pero también a
vigilar que Coqui y el Negro se preparen para sus exámenes; a Nena no hay que
decirle nada, pues es muy estudiosa. Papá por su lado, ayudará a José, que
también es muy aplicado: ya lee de corrido y creo que sabe sumar mejor que yo.
En esas estaba con mis preocupaciones cuando tocaron a la puerta. Fui a abrir;
era el cartero. Tomé distraídamente las cartas que me dio y las tiré sobre la mesa
de la sala. Tatá estaba allí haciendo cuadros sinópticos; a Tatá le encantan los
dichosos cuadros, dice que son resúmenes geniales de memorizar.
—¡Jana! —me gritó.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Toma, idiota, hay una carta para ti.
De un salto estuve de nuevo a su lado.
—¡Es de Ismael! —exclamé feliz y me fui a leerla al patio.