Page 59 - La otra cara del sol
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—Los otros van también por el mismo camino, madre —exclamó papá

               orgullosísimo.

               —Bueno, pues hay que agradecer a Dios semejante bendición —le dijo la madre
               mientras estrechaba la mano de papá.


               Antes de dejar el colegio le comenté a Cristina que yo iría de vacaciones a la
               costa y que mi hermana se iba para San Andrés. Yo sabía que ella había perdido
               el año y que su papá estaba tan furioso que no la mandaría de vacaciones a

               ninguna parte.

               Me desquité. Sabía que estaba mal actuar así, pero no me importó. Harto había
               sufrido yo con sus aires de superioridad y me parecía muy bien que la vida le

               bajara los moños.

               Llegamos a casa bastante cansados, y como decía papá “ese no era sino el
               comienzo”, pues faltaba el acto de clausura de las escuelas de todos mis

               hermanos. Pobre papá, solito para hacer todo.

               No nos movimos de casa antes de Navidad. Papá quería que pasásemos las
               fiestas juntos. La tía Albita llegó para el alumbrado. Quemamos luces de

               Bengala por montones; pusimos en los marcos de las ventanas velas y faroles y
               bordeamos nuestro andén con velas encendidas como lo habían hecho nuestros
               vecinos. Nuestra calle no era sino luz y sentí que era una luz antigua, que venía
               del fondo del tiempo, pero también de nuestros corazones. Nuestra calle se
               parecía al cielo estrellado que nos cobijaba. Cantamos villancicos, amontonados
               en la puerta, rodeando a la tía Albita, que cantaba como un ángel.


               Fanny, con su eterno delantal, miraba maravillada a su alrededor y miraba sobre
               todo con adoración a la tía Albita, que un momento antes le había dicho que al
               día siguiente empezaría a darle las tan esperadas clases de modistería.






               AL OTRO DÍA, después del almuerzo, la tía Albita extendió un pliego de papel
               blanco sobre la mesa del comedor y, armada de un metro, reglas, lápiz y tijeras
               comenzó a introducir a Fanny en los misterios de la costura. Tatá, presente,
               miraba sin parpadear y yo observaba a Fanny, que al principio temblaba al hacer
               un trazo, pero que a medida que los minutos pasaban adquiría seguridad.
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