Page 63 - La otra cara del sol
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hizo un gesto para que guardara silencio. Sin dudarlo un segundo y haciendo

               esfuerzos para no gritar me precipité en los brazos de mi abuela. La abracé tan
               fuerte que los brazos me dolieron mientras ella cubría mi cabeza de besos. A
               pesar de nuestro encuentro silencioso mis hermanas se fueron despertando y
               todo no fue sino algarabía. Despertamos a toda la casa y papá, envuelto en su
               levantadora, nos miraba conmovido. A lo mejor era la primera vez que se
               alegraba verdaderamente de ver a la abuela en casa, porque sabía que su visita
               nos daba una felicidad inmensa.


               —¿Por qué no avisaste que venías? —le preguntó Tatá con tono de reproche
               mientras la abrazaba de nuevo.


               —Me lo prohibieron —respondió la abuela riendo.


               La tía Albita y Fanny, que andaban metidas en la cocina, nos hicieron sentar a la
               mesa, alrededor de un chocolate humeante, oloroso a canela, de las arepas con
               queso que adorábamos y de una inmensa torta de choclo,io que todos sabíamos,
               nos la había traido la abuelita. Esos eran siempre sus regalos: bizcochuelos,
               buñuelos, tortas. Como no tenía ni un centavo, apelaba a su talento de cocinera,
               y además sabía que para nosotros era una maravilla atragantarnos con sus
               regalos comestibles.


               Creo que tenemos una suerte loca al estar rodeados de tantos adultos que cocinan
               tan deliciosamente. Si papá, las tías, la abuela o Fanny solo tuvieran piedras para
               hacernos una sopa se las arreglarían para que quedara suculenta.


               Ese desayuno era lo más parecido a la felicidad. Los rayos del sol llegaban hasta
               nuestra mesa, caían como cintas doradas sobre el mantel. Todos hablábamos a la
               vez mientras nuestras manos iban y venían agarrando cuanto se nos antojaba.


               Sorprendí a la abuela mirándonos emocionada. Había tanta dulzura en su mirada
               que me pareció imposible que pudiera ponerse brava con alguno de nosotros,
               ponernos apodos o sacarnos corriendo a papazos.¹¹ Pensé que la abuela era como
               papá o como todo el mundo. En ella habitaban dos abuelas: la dulce, la generosa,
               la que podía derretirse en mimos, y aquella que podía volverse pantera, soltar
               una andanada de verdades a papá, despotricar contra las desigualdades o darnos
               un sopapo. A lo mejor así éramos todos, con un lado bueno y otro menos bueno.
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