Page 65 - La otra cara del sol
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hermosa se ve la tierra desde aquí. Mira el río como una serpiente de plata,

               observa sus meandros —dijo haciendo esfuerzos para tranquilizarme. Miré y en
               verdad era una serpiente lo que había a lo lejos. A lo mejor era el río donde papá
               nos llevaba. Me fui serenando, sobre todo cuando el avión se estabilizó. La
               azafata nos trajo refrescos. El hombre empezó a contarme algunos de sus viajes.
               Me dijo que dos lugares lo habían marcado para siempre: La India y el desierto
               del Sahara.


               Lo miré con admiración, realmente era alguien que conocía el mundo.


               —Yo nunca he salido de mi país —le comenté.

               —Eres muy joven aún. Ya recorrerás el mundo más adelante.


               Hablamos durante todo el viaje. Su charla me hizo olvidar que estaba a miles de
               metros del suelo. Me encantó que me hablara como a su igual, que no me tratara
               como a una niñita. Supe que tenía una hija de mi edad y que su mujer y él la

               habían llevado ya a muchos lugares.

               —Vio su primera exposición de arte a los ocho meses. Bueno, ver es mucho
               decir, porque se durmió a los cinco minutos —me dijo muerto de risa.


               No me atreví a decirle que yo todavía no había visto ninguna. Cómo haber
               conocido un museo si ni siquiera había uno en mi región; a lo único que
               teníamos acceso era al cine y a la música. Sabía que existía el Ballet Real de

               Londres, porque papá nos había llevado a la única sala de cine de nuestro pueblo
               a ver un documental. Para la ocasión hizo que Tatá y yo nos pusiéramos vestidos
               de domingo, quizás para que tuviéramos la impresión de ver el Ballet en vivo y
               no en una pantalla. Al principio me pareció aburrido, pero poco después la
               magia de la música y de la danza me envolvió. Supuse que lo mismo les había
               pasado a Tatá y a papá pues ni parpadeaban.


               Las obras de arte solo podíamos verlas en los libros; la música en la radio o a
               través de los discos que papá compraba de vez en cuando. Nuestra discoteca,
               como nuestra biblioteca, era reducida. A pesar de la curiosidad de papá, él
               tampoco podía permitirse muchos gastos extras teniendo siete hijos que
               alimentar y educar.


               Tal vez no era necesario tenerlo todo. Lo más importante era tener “el espíritu
               abierto”, sentenció un día Alicia, la hija de don Samuel. Pensé que papá nos
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