Page 70 - La otra cara del sol
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Efectivamente, cuando Mara se disponía a servirnos la limonada, apareció doña
Margarita. Conservaba ese porte altivo y noble que don Silvestre heredó de ella.
Era una vieja muy hermosa.
—Jana, ¡qué alegría verte! —exclamó mientras me estrechaba entre sus brazos.
—Estoy tan feliz, pensé que nunca vendría.
—Bueno, pues aquí estás, y a disfrutar.
Nos sentamos en la sala y yo les conté las últimas de la familia y les entregué los
regalos que papá les había mandado.
Mucho más tarde nos sentamos en la terraza en las sillas mecedoras. La noche
empezaba a caer. Los niños jugaban fuera, como lo hacíamos Ismael y yo años
atrás. De pronto, una negra gritó:
—¡Bollos de angelito, bollo limpio, bollos...!
Subió la escalera con un enorme platón en la cabeza y preguntó a Mara:
—Entonces, ¿cuántos, niña?
—Seis y seis, por favor, Lucinda.
—Y ella ¿es una cachaquita? —preguntó mientras me miraba con malicia.
—Es una cachaca, pero no de Bogotá, de mi tierra —aclaró Mara.
—De la tierra del café —dijo la mujer mientras se guardaba el dinero que Mara
acababa de darle.
—Bueno, niños, hasta pronto —se despidió colocándose de nuevo en la cabeza
su enorme platón.
—¿Te diste cuenta, Jana? Aquí les dicen niños también a los mayores. Mamita,
por ejemplo, es la niña Margarita —dijo Ismael muerto de risa.
—Ya lo agradecerás cuando seas viejo y te llamen niño —advirtió doña
Margarita con un enfado fingido.