Page 71 - La otra cara del sol
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—Jana, vamos a llamar a tu papá, que ya debe haber llegado del trabajo —me

               dijo Mara poniéndose de pie.

               Sentí el alivio de papá al otro lado de la línea. Luego de oír sus mil
               recomendaciones y de mandarle besos, le pasé el teléfono a Mara y volví a la

               terraza. Me sentí feliz, me daba la impresión de tener alas. Aspiraba el aire
               perfumado, observaba a todo el que pasaba, me deleitaba con los gritos de los
               vendedores, con su acento tan especial. De verdad, me parecía que estaba en otro
               país. En realidad, había salido tan poco de mi región que todo se me antojaba
               completamente distinto de mi pequeño mundo.


               Cuando Mara volvió a la terraza les conté de mi amigo del avión y corrí a buscar
               el libro para mostrárselo.


               —Menos mal que al lado de tanto loco que anda suelto por el mundo hay gente
               que nos contagia sus sueños —sentenció Mara mientras fijaba su mirada en la
               fotografía de la plaza San Marcos de Venecia que aparecía en una doble página
               del libro.


               —Me dijo que recorriera el mundo para que viera la otra cara del sol —les dije.


               Fue un anochecer completamente feliz. Hablamos de todos los lugares que nos
               gustaría conocer y doña Margarita nos sorprendió diciendo que su sueño era ir al
               Tíbet.


               —Nunca lo habías dicho, mamita —le dijo Ismael asombrado.

               —Como era un sueño irrealizable, me lo guardé. Y si fuera posible ir, me partiría

               el alma ver el Tíbet achinado.

               —¿Achinado? —pregunté.


               Entonces los tres me miraron a la vez, como si yo fuera un extraterrestre.


               —¿No sabes lo que pasa con el Tíbet, Jana? —me preguntó Ismael, que se había
               puesto de pie y se había recostado contra la baranda de la terraza. Desde ahí
               empezó a explicarme la triste situación del Tíbet, de la que yo no tenía idea.


               —¿Y por qué nadie hace nada? —pregunté ingenuamente.
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