Page 72 - La otra cara del sol
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—Porque no hay petróleo, Jana —me respondió doña Margarita.
Como seguía sin entender, Mara intervino:
—Es decir, que es un país que no tiene una riqueza que pueda interesar a las
grandes potencias; por eso nadie mueve un dedo para ayudarlos.
Pensé que definitivamente eso de las invasiones, de las guerras, parecía no
acabarse nunca, como si a los hombres no les sirvieran las experiencias del
pasado, los horrores que contaba la historia.
Los chinos habían invadido el Tíbet, habían obligado al Dalai Lama a huir,
habían destruido los templos budistas y pretendían borrar del planeta la cultura
tibetana. A grandes rasgos fue lo que me explicó Ismael.
—¿Por qué nunca había oído hablar del Tíbet? —pregunté empecinada.
—Porque a nadie le importa un bledo —concluyó Ismael y añadió—. La gente
cree que eso está muy lejos, que no tiene nada que ver con nosotros. Recuerdo
que papá dijo una vez que ninguna región del mundo por apartada que fuera nos
era ajena y que lo que pasaba a miles de kilómetros nos concernía también.
Enmudecimos. Vi la mirada brillante de doña Margarita. De pronto, Mara dejó
su mecedora, fue hacia su hij o y tomando su rostro entre las manos, le dijo:
—Eres digno hijo de tu padre.
Ismael calló. No sé por qué tuve miedo de que se echase a llorar, tal vez porque
yo misma tenía un nudo en la garganta de solo acordarme de don Silvestre y de
la manera tan terrible como lo asesinaron, años atrás.
—Mamá, ¿llevamos a Jana mañana a la playa? —apuntó Ismael de súbito como
para cambiar de tema.
—¡Claro que sí!
AL OTRO DÍA, al despertame, no sabía dónde estaba; me costó unos segundos
darme cuenta de que no estaba soñando. Me levanté, fui a la cocina y encontré a