Page 257 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ALEJANDRO Y ARISTOTELES 253
Si el hundimiento del poder persa era una prueba de que ese poder y su
vitalidad habían llegado a la fase de su completo agotamiento, ¿acaso el helenis
mo, con su libertad y la imagen engañosa de la mejor constitución, se hallaba en
mejores condiciones? ¿Acaso se había sentido lo bastante fuerte para sobreponerse
a la vergonzosa mediatización de la política persa, para defenderse de las inmi
nentes invasiones de los bárbaros del norte, mientras cada ciudad helénica había
vivido exclusivamente para sus libertades y para el gozo de sentirse dueña y señora
de otros? Y, viniendo a los propios macedonios, ¿acaso habían tenido ninguna
importancia como pueblo ni se habían sentido siquiera seguros de sus propias
fronteras hasta el momento en que su monarquía, alzándose decidida y fuerte, los
enseñó y los obligó a algo más que a seguir siendo lo que durante tanto tiempo
habían sido? Cuando Alejandro leyera la Política de su maestro se encontraría
en ella con un pasaje muy importante: el discurso sobre la igualdad de los dere
chos y deberes de los miembros del estado, con la tesis de que en ella residía la
esencia de la mejor organización política concebible: “Pero si alguien se distingue
por capacidades tan descollantes que las dotes y el poder político de los otros no
sean conciliables con las de aquél, no podrá considerársele ya como parte del
todo; al hombre que descollase de tal modo sobre los demás por sus capacidades
y su poder se le trataría injustamente considerándolo como igual a los otros; pues
sería como un dios entre los hombres: de aquí se deduce que también la legisla
ción se circunscribe necesariamente a quienes son iguales por su nacimiento y
su poder; para aquellos otros, en cambio, no existe ley, pues ellos mismos son
ley; quien pretendiese dictar leyes para ellos caería en el ridículo; recibiría tal vez
la respuesta que, según Antístenes, dió el león cuando, en una asamblea de ani
males, la liebre pronunció un discurso sosteniendo que todos debieran obtener
la misma parte en el botín”.
Tales eran las concepciones de Aristóteles. No cabe duda de que el filósofo
no había querido deslizar en ellas ninguna alusión personal, pero ¿quién que las
leyera no pensaría inmediatamente en Alejandro? “Todo el mundo —dice Poli-
bio— está de acuerdo en que el espíritu de este monarca descuella por su gran
deza sobre la medida común de los humanos”. De su fuerza de voluntad, de su
amplia y profunda visión, de su superioridad intelectual son testimonio irrefutable
sus hazañas y la severa y hasta rígida consecuencia que les sirve de hilo de engar
ce. Su mira, el modo como él mismo concebía su obra —único criterio que un
enjuiciador justo puede aplicar— sólo podemos descubrirlo hoy de un modo más
o menos aproximado y por vía indirecta, a base de lo que a él mismo le fué dado
realizar.mlejandro era un hombre que se hallaba a la altura de la cultura, de los
conocimientos de su época; no tendría de la misión de un rey una idea menos
grandiosa que la del “maestro de cuantos piensan” . Pero podemos estar seguros
de que no se dejaba llevar por la consecuencia rígida de la idea de la monarquía
y de la “misión tutelar del monarca”, como su gran maestro, hasta el punto de
creerse obligado a tratar a los bárbaros como a bestias y plantas, ni creía que los
macedonios habían sido educados por su padre en el manejo de las armas para