Page 259 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ALEJANDRO Y ARISTOTELES 255
de convicción aun a quienes no se sintieran movidos por la misma voluntad. No
importa que, por el momento, su imperio se diferenciara poco, en cuanto a la
forma, del de los Aqueménidas: la diferencia sustancial y de consecuencias
imprevisibles estribaba en la nueva fuerza que supo infundir a la vida asiática;
pudo confiar tranquilamente al espíritu profundo, ilustrado, dinámico y sin cesar
fluyente del helenismo, seguro de que sabría coronarla, la obra comenzada por la
victoria de las armas. Por el momento, lo interesante era aproximar y enlazar mu
tuamente a los elementos que habían de mezclarse y hacerse fermentar entre
sí. El carácter asiático era más vivo, más receloso, más torpe y estancado en su
masa; de la cautela con que se lo tratara, de la comprensión de su peculiaridad e
incluso de sus prejuicios, de su gran flexibilidad dependía, en esta primera etapa,
la existencia del nuevo imperio. También ellos, los asiáticos, debían ver en Ale
jandro a su rey; él y sólo él representaba, de momento, la unidad del vasto
imperio, el núcleo en torno al cual debía cristalizar la nueva formación.’ Y del
mismo modo que sacrificaba ante los altares de sus dioses y celebraba sus fiestas
nacionales, quería hacer ostensible en las personas y en el ambiente que le rodea
ban y en las fiestas de su corte que también él formaba parte del mundo asiático.
Desde el final de Darío, empezó a recibir a los asiáticos que acudían ante él vesti
do a la usanza y con el ceremonial de los monarcas del Asia, trocando la sobria
sencillez del campamento macedonio por la fascinadora pompa de las cortes
orientales; pero, a la mañana siguiente, volvía a vérsele a la cabeza de sus mace
donios, el primero en el combate, incansable en las fatigas, atento a las necesi
dades de sus tropas, asequible a todos y afable con todos.
El carácter macedónico no se había distinguido nunca por su adaptabilidad;
la guerra y los fabulosos éxitos conseguidos en ella no habían hecho más que
exacerbar el carácter duro y orgulloso de estos hetairos. No todos comprendían
como Efestión las intenciones y la política de Alejandro o sentían, como Crátero,
la devoción y la abnegación necesarias paia apoyar aquella política simplemente
por lealtad hacia quien la mantenía; la mayoría de los jefes macedonios no acerta
ban a comprender y desaprobaban lo que el rey hacía o dejaba de hacer. Mien
tras que Alejandro no escatimaba esfuerzo para atraerse a los vencidos y hacerles
olvidar que los macedonios eran sus vencedores, muchos de los que ostentaban
mando bajo su égida, en su soberbia y en su egoísmo, consideraban indispensable
como base de todas las instituciones una actitud de completa sumisión por parte
de los asiáticos y agregaban a la plenitud despótica de poderes de los antiguos
sátrapas, como algo evidente por sí mismo, el cruel derecho de la fuerza del con
quistador. Mientras que Alejandro aceptaba la prosternación de los grandes persas
y la adoración que los orientales se creían obligados a rendirle con la misma devo
ción que las embajadas honoríficas que los griegos le enviaban y el grito militar
de saludo de sus falanges o sus hetairos, como iguales de su rey, les habría gus
tado ver a todos los demás humillados ante ellos entre el polvo de su servil sumi
sión; y aquellos hombres que, en la medida en que se lo consentían la vida de
campamento y la presencia o la proximidad de su rey y las constantes y enérgicas