Page 283 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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SUBLEVACION  EN  LA  SOGDIANA                279

      violencia;  sin  embargo,  siguió  en  persecución  del  enemigo  unas  cuantas  millas
      más  hasta  que,  por  fin,  lo  abandonaron  sus  fuerzas,  se  puso  fin  a  la  persecución
      y  el  rey  fué  conducido  a  su  campamento,  seriamente  enfermo;  con  su  vida  esta­
      ba  todo  puesto  sobre  el  tapete.
          Pero  pronto  se  sintió  de  nuevo  sano.  La  ofensiva  desplegada  contra  los
      escitas  daba  los  efectos  apetecidos;  no  tardaron  en  presentarse  unos  embajadores
      de  su  rey  a  dar  excusas  por  lo  ocurrido:  la  nación  no  tenía  nada  que  ver  con
      aquellas  fechorías  cometidas  por  un  puñado  de  gentes  irresponsables  y  ávidas  de
      botín;  su  rey  deploraba  los  trastornos  causados  por  aquellos  insensatos  y  estaba
      dispuesto  a  someterse  a  los  mandatos  del  gran  rey.  Alejandro  devolvió  a  los
      embajadores  los  prisioneros  hechos  en  el  combate,  unos  ciento  cincuenta,  sin
      exigir por ellos  rescate alguno,  magnanimidad  que  no  dejó  de  producir  su  impre­
      sión  sobre  el  espíritu  de  los  bárbaros  y  que,  unida  a  sus  pasmosos  hechos  de
      armas, rodearon su  nombre de aquel  nimbo  de  grandeza  sobrehumana que la  sim­
      pleza  de los  pueblos  primitivos  suele  inclinarse  más  bien  a  creer  que  a  poner  en
      duda.  Y, lo mismo  que  siete años  antes,  junto  al  Danubio,  habían  ido  a  rendirle
      pleitesía  pueblos  no  vencidos  por  él,  ahora  presentáronse  ante  Alejandro  los  em­
      bajadores  de  los  escitas  saces  para  ofrecerle  la  paz  y  su  amistad.  Con  ello  todos
      los  pueblos  situados en la  vecindad  de la  nueva  Alejandría  quedaban  apaciguados
      y  unidos  al  imperio  con  vínculos  con  los  que,  por  el  momento,  tenía  que  darse
      por  satisfecho  Alejandro  para  trasladarse  a  la  Sogdiana  lo  antes  posible.
          No  cabe  duda  de  que  las  cosas,  en  la  Sogdiana,  presentaban  un  cariz  feísi­
      mo;  la  población,  conocida  como  pacífica  y  laboriosa,  habíase  sumado,  tal  vez
      más por miedo  que por inclinación,  al levantamiento  provocado  por  Espitámenes
      y sus  secuaces.  La guarnición  de  Maracanda,  cercada  y  considerablemente  asedia­
      da,  había  hecho  una  salida,  rechazando  al  enemigo  y  retirándose  luego  sin  bajas
      a la  ciudadela;  esto ocurría,  sobre poco más  o  menos,  por los  días  en  que  Alejan­
      dro les enviaba refuerzos  después  de la rápida  sumisión  de las  siete plazas  fuertes.
      Al  recibir  esta  noticia,  Espitámenes  había  levantado  el  cerco  de  la  ciudadela  y
      habíase retirado en dirección al  oeste.  Mientras  tanto,  habían llegado  a  Maracan­
       da las  tropas  enviadas  por Alejandro  después  de  la  caída  de  Cirópolis,  66  jinetes
      macedonios,  800  mercenarios  griegos  de  a  caballo  y  1,500  hombres  de  infantería
      pesada;  iban  al  frente  de  la  expedición  Andrómaco,  Carano  y  Menedemo  y,  con
      ellos,  el  licio  Farnuces,  conocedor  de  la  lengua  del  país,  al  que  Alejandro  había
      entregado  el  mando  de  la  columna,  convencido  de  qué  bastaría  con  que  se  pre­
       sentase en la ciudad  un cuerpo de  su  ejército  para  que los  sublevados  se  diesen  a
      la  fuga  y  que  lo  principal,  después  de  conseguido  esto,  sería  entenderse  con  la
      masa  de  la  población,  pacífica  y  tratable.  Los  macedonios,  al  ver  que  Espitáme­
       nes  había  evacuado  ya  la  zona  de  Maracanda,  apresuráronse  a  ir  en  su  persecu­
      ción;  al  acercarse  las  tropas  expedicionarias,  el  cabecilla  huyó  al  desierto  situado
      en  la  frontera  de  la  Sogdiana;  sin  embargo,  los  jefes  de  la  columna  macedonia
      creyeron  oportuno  seguir  tras  él  hasta  darle  alcance  y  castigar  a  los  escitas  del
       desierto,  que  parecían  brindar  asilo  a  los  sublevados  fugitivos.  Este  atolondrado
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