Page 355 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ALEJANDRO  EN  PELIGRO                    351

      máquinas, los  troncos,  pero  todo  aquello  cuesta  tiempo  y  no  hay  un  solo  instan­
      te  que  perder,  pues  la  menor  demora  puede  significar  la  muerte  de  Alejandro;
      tienen  que  acudir a  toda  costa  en  su  ayuda:  unos  clavan  estacas  en  las  murallas
      y  trepan  por  ellas,  otros  se  encaraman  sobre  los  hombros  de  sus  camaradas  y
      llegan  así  hasta  las  almenas.  Desde  lo  alto,  ven  al  rey  en  tierra,  acosado  por  el
      enemigo,  en  el  momento  en  que  Peucetas  cae;  gritando  de  rabia  y  de  angustia,
      saltan  dentro;  se  agrupan  rápidamente  en  torno  al  caído;  bien  protegidos  con
      sus  escudos,  avanzan  y  hacen  retroceder  a  los  indígenas.  Mientras  tanto,  otros
      corren a la  puerta  de  la  ciudadela,  la  abren  de  par  en  par  y  las  columnas  mace­
      donias  irrumpen,  furiosas,  entre  un  salvaje  griterío.  Nada  puede  resistir  a  aque­
      lla  avalancha;  matan  cuanto  encuentran  a  su  paso,  hombres,  mujeres  y  niños,
      dejando  que  la  sangre  enfríe  su  sed  de  venganza.  Otros  retiran  de  allí  al  rey
      sobre  su  pavés;  tiene  todavía  la  flecha  clavada  en  el  pecho;  intentan  arrancár­
      sela,  pero  está  agarrada  por  un  garfio  y  no  lo  consiguen;  el  dolor  hace  volver
      en  sí  al  herido;  suspirando,  pide  que  le  saquen  la  flecha  y  que  ensanchen  la
      herida con  su espada.  Así  se hace  y la  sangre  fluye  a  borbotones;  Alejandro  vuel­
      ve  a  desvanecerse;  se  ve  cómo  luchan  en  él  la  vida  y  la  muerte.  Los  amigos
      rodean,  llorando,  su  lecho,  delante  de  su  tienda  se  agolpan  los  macedonios;  así
      pasan  la  tarde  y  la  noche  de  aquel  día.
          Los rumores de este combate,  de la herida recibida por el  rey y de  su muerte
      habían  llegado  ya  al  campamento  emplazado  en  la  desembocadura  del  Hiarotis,
      provocando  una  emoción  indescriptible.  Primero,  fué  una  sensación  de  terror,
      acompañada  de  lamentos  y  de  llanto;  luego,  serenados  un  poco  los  ánimos,  las
      gentes  empezaron  a  preguntarse  qué  iba  a  ser  ahora  de  ellas.  La  preocupación,
      el  abatimiento,  la  tortura  de  la  perplejidad  iban  apoderándose  de  los  espíritus:
      ¿Quién  podía  conducir  aquel  ejército?  ¿Quién  sería  capaz  de  llevarlos  de  nuevo
      a  la  patria?  ¿Cómo  conseguirían  encontrar  el  camino  y  abrirse  paso  por  entre
      aquellas  tierras  interminables,  par  entre  aquellos  espantosos  ríos,  por  entre  aque­
      llas  montañas  desoladas,  por  entre  aquellos  desiertos?  ¿Cómo  serían  capaces
      de  defenderse,  Sobre  todo,  contra  aquellos  belicosos  pueblos,  que  no  vacilarían
      ni  un  instante  en  defender  su  libertad  y  en  luchar  de  nuevo  por  su  indepen­
      dencia,  en  saciar  su  sed  de  venganza  sobre  los  macedonios,  tan  pronto  como
      supiesen que ya  no tenían  por  qué  temer a Alejandro?  Y  cuando  llegó  la  noticia
      de  que  aquel  a  quien  se  creía  muerto  vivía  aún,  las  tropas  apenas  daban  crédito
      a  sus  oídos  y  desesperaban  de  que  llegara  a  escapar  de  la  muerte.  Recibióse  un
      mensaje  del rey  anunciando  que  vivía  y  que  pronto  estaría  de  vuelta  en  el  cam­
      pamento,  pero  todo  el  mundo  creía  que  la  carta  había  sido  urdida  por  los
      oficiales  de  la  guardia  y  los  estrategas  para  aquietar  los  ánimos,  que  Alejandro
      estaba  muerto  y  que  sus  tropas  habían  quedado  desamparadas  y  sin  salvación.
          Sin  embargo,  Alejandro  había  sido  salvado  realmente  de  la  muerte  y  siete
      días  después  su  herida,  aunque  todavía  abierta,  no  ofrecía  ya  ningún  peligro.
      Las  noticias  que  se  recibían  del  campamento  y  el  temor  de  que  sus  tropas  pu­
      dieran  verse  arrastradas  a  los  desórdenes  en  la  creencia  de  su  muerte,  le  deter-
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