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352 ALEJANDRO EN PELIGRO
minaron a no esperar a estar curado del todo para reincorporarse al ejército.
Hizo que lo transportasen por el Hiaritis en un barco sobre el cual se había
levantado una tienda de campaña para albergar al herido; el barco, arrastrado
por la corriente del río, sin remar para evitar toda sacudida, se acercó al campa
mento al cuarto día. La noticia de que venía Alejandro había llegado antes,
Volando, pero pocos la creían. Ya se veía el barco con la tienda de campaña
descender lentamente río abajo; las tropas alineábanse a la orilla en una ten
sión de ánimo angustiosa. El rey ordenó que abrieran la tienda para que todos
pudieran verle. Todavía creían que era $1 rey muerto el que venía en el barco.
Antes de atracar a la orilla, Alejandro levantó el brazo para saludar a sus tro
pas. Al verlo, aquellos miles de hombres, convencidos ya, prorrumpieron en el grito
de alegría más jubiloso, levantaron las manos al cielo o las alargaron hacia el
que creían muerto y las lágrimas de alegría mezclábanse con nuevos y nuevos
gritos de júbilo. El barco atracó y algunas hipaspistas acercaron un lecho para
trasladar al herido a su tienda; pero Alejandro ordenó que le llevasen un caballo;
cuando el ejército le vió de nuevo cabalgar, un grito de alegría salió de miles
de gargantas, mientras resonaba una ovación ensordecedora y se levantaba un
bosque de pavesas y las montañas de las orillas devolvían el eco de aquel gri
terío de júbilo decuplicado. Cerca ya de la tienda que estaba dispuesta para él,
se bajó del caballo, para que sus tropas le vieran también andar; en aquel mo
mento, todos se agolparon hacia él para tocar su mano, su rodilla, su vestido
o verlo, por lo menos, de cerca, gritarle una palabra de cariño y arrojar sobre
él cintas y flores.
Probablemente sería entonces cuando ocurrió lo que Nearco relata. Oue
algunos amigos reprocharon al rey que se hubiese expuesto de tal modo al pe
ligro y dijéronle que aquello era cosa del soldado, pero no del general; y que
un viejo beocio que lo oyó y notó el disgusto que al rey le producían aquellas
palabras, se acercó a él y le dijo en su dialecto: “Las hazañas las hacen los
hombres, ¡oh Alejandro!, y quien pelea debe sufrir.” Y que Alejandro asintió
y ya no olvidó aquella frase.
La rápida conquista de la capital de los malios causó una poderosísima sen
sación en todos los pueblos de aquellos contornos. Los malios, aunque que
daban todavía grandes extensiones de su territorio en que los macedonios no
habían puesto la planta del pie, desesperaron de poder seguir ofreciendo eficaz
resistencia y enviaron una embajada para someterse humildemente a Alejandro,
con sus tierras. Los oxidraeios o sudracios, que compartían con ellos la fama de
ser el pueblo más valiente de toda la India, prefirieron rendirse sin luchar;
presentóse en el campamento de los macedonios una numerosa embajada, for
mada por los comandantes de las ciudades, los señores de sus tierras y ciento
cincuenta personas nobles del país, trayendo ricos regalos y con poderes para
comprometerse a cuanto el rey ordenara; dijeron que pedían perdón por no
haber acudido antes, ya que amaban más que ningún otro pueblo de la India
su libertad, que venían disfrutando desde tiempo inmemorial, desde el paso