Page 510 - Dune
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—.  ¡Y  no  podrías  impedírmelo!  —restalló,  mientras  ella  se  erguía  furiosa—.  Pero
           pienso que el mejor castigo es dejarte vivir hasta el fin de tus días sin que nunca
           puedas tocarme o doblegarme a uno solo de tus deseos.

               —Jessica, ¿qué has hecho? —exigió la anciana.
               —Tan  sólo  te  concederé  una  cosa  —dijo  Paul—.  Has  visto  parte  de  lo  que
           necesita la raza, pero cuán pobre es tu visión. ¡Creéis controlar la evolución humana

           con  algunos  pocos  acoplamientos  dirigidos  según  vuestros  planes!  Qué  poco
           comprendéis que…
               —¡No debes hablar de esas cosas! —sibiló la anciana.

               —¡Silencio! —gruñó Paul. Y la palabra pareció adquirir consistencia mientras se
           contorsionaba en el aire bajo el control de Paul.
               La anciana retrocedió, tambaleándose hasta caer en brazos de los que tenía a sus

           espaldas, mortalmente pálida ante aquel poder que había golpeado su mente.
               —Jessica —susurró—. Jessica.

               —Te recuerdo tu gom jabbar —dijo Paul—. Tú recuerda el mío. ¡Puedo matarte
           con una sola palabra!
               Los  Fremen  alrededor  de  la  estancia  se  intercambiaron  miradas.  ¿Acaso  la
           leyenda no decía: «Y sus palabras acarrearán la muerte eterna a quienes se opongan

           a su justicia»?
               Paul  dirigió  su  atención  hacia  la  Princesa  Real,  inmóvil  junto  a  su  padre  el

           Emperador. Dijo, con sus ojos fijos en ella:
               —Majestad, ambos conocemos la única salida a nuestras dificultades.
               El Emperador miró a su hija, luego a Paul.
               —¿Cómo te atreves? ¡Tú! Un aventurero sin familia, un don nadie de…

               —Vos  mismo  habéis  admitido  quién  soy  —dijo  Paul—.  Consanguíneo  real,
           habéis dicho. Terminad con esa comedia.

               —Yo soy tu rey —dijo el Emperador.
               Paul observó a los hombres de la Cofradía, inmóviles ahora junto al equipo de
           comunicaciones, mirándole. Uno de ellos asintió.
               —Podría obligaros —dijo Paul.

               —¡No te atreverías! —rechinó el Emperador.
               Paul se limitó a observarle.

               La Princesa Real puso una mano en el brazo de su padre.
               —Padre —dijo, y su voz era suave y tranquilizadora.
               —No emplees tus trucos conmigo —dijo el Emperador. La miró—. No necesitas

           hacerlo, hija. Tenemos otros recursos que…
               —Pero este hombre es digno de ser tu hijo —dijo ella. La vieja Reverenda Madre,
           recuperaba su compostura, avanzó hacia el Emperador y le susurró algo al oído.

               —Está defendiendo tu casa —dijo Jessica.




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