Page 16 - El Mártir de las Catacumbas
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Las artes al servicio de la riqueza habían erigido estos pomposos monumentos, y el afecto
piadoso de los siglos los había preservado hasta el momento. Precisamente frente a él tenía el
mausoleo sublime de Cecilia Metella. Más allá estaban las tumbas de Catalino y los Servili. Aun
más allá se encontró su mirada con el lugar de reposo de Escipión, cuya clásica arquitectura
clasificaba su contenido con "el polvo de sus heroicos moradores."
A su mente acudieron las palabras de Cicerón: ¿Cuando salís por la Puerta Capena, y
veis las tumbas le Catalino, de los Escipiones, de los Servili, y de los Servili, os atrevéis a pensar
que los que allí sepultos reposas son infelices?"
Allí estaba el Arco de Druso limitando el ancho de la vía. En uno de los lados estaba la
gruta histórica de Egeria, y a corta distancia el lugar elegido una vez por Aníbal para lanzar su
jabalina contra las murallas de Roma. Las interminables hileras de tumbas seguían hasta que a la
distancia terminaban en la monumental pirámide de Gayo Cestio, ofreciendo todo este conjunto
el más grande escenario de magnificencia sepulcral que se podía encontrar en toda la tierra.
Por todos los lados la tierra se hallaba cubierta de las moradas del hombre, porque hacía
largo tiempo que la ciudad imperial había rebasado sus límites originales, y las casas se habían
desparramado a todos los lados por el campo que la circundaba, hasta el extremo que el viajero
apenas podía distinguir en dónde terminaba el campo y dónde empezaba la ciudad.
Desde la distancia parecía saludar al oído el barullo de la ciudad, el rodar de los
numerosos carros, el recorrer multitudinario de tantos pies presurosos. Delante de él se
levantaban los monumentos, el blanquísimo lustre del palacio imperial, las innumerables cúpulas
y columnas formando torres elevadas, como una ciudad en el aire, por encima de todo el excelso
Monte Capitolino, en cuya cumbre se eleva el templo de Jove.
Empero, tanto más impresionante que el esplendor del hogar de los vivos era la
solemnidad de la ciudad de los muertos.
¡Qué derroche de gloria arquitectónica se desplegaba alrededor de él! Allí se elevaban
orgullosos los monumentos de las grandes familias de Roma. El heroísmo, el genio, el valor, el
orgullo, la riqueza, todo aquello que el hombre estima o admira, animaban aquí las elocuentes
piedras y despertaban la emoción. Aquí estaban las formas visibles de las más altas influencias
de la antigua religión pagana. Empero sus efectos sobre el alma nunca correspondieron con el
esplendor de sus formas exteriores o la pompa de sus ritos. Los epitafios de los muertos no
evidenciaban ni un ápice de fe, sino amor a la vida y sus triunfos; nada de seguridad de una vida
inmortal, sino un triste deseo egoísta de los placeres de este mundo.
Tales eran los pensamientos de Marcelo, mientras meditaba sobre el escenario que tenía
delante de sí, repitiéndosele insistentemente el recuerdo de las palabras de Cicerón: "¿Os atrevéis
a pensar que los que allí sepultos reposan son infelices?"
Siguió pensando ahora, "Estos cristianos, en cuya búsqueda me encuentro, parecen haber
aprendido más lo que yo puedo descubrir en nuestra filosofía. Ellos, parecen no solamente haber
conquistado el temor a la muerte, sino que han aprendido a morir gozosos. ¿Qué poder secreto
tienen ellos que llega a inspirar aun a los más jóvenes y a los más débiles de ellos? Cuál es el
significado oculto de sus cantos? Mi religión puede solamente tener esperanza que tal vez no
seré infeliz; empero, la de ellos les lleva a morir con cantos de triunfo, de regocijo."
Pero ¿qué iba a hacer para poder continuar su búsqueda de los cristianos? Multitud de
personas pasaban unto a él, pero él no podía descubrir uno solo capaz de, ayudarle. Edificios de