Page 20 - El Mártir de las Catacumbas
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               LAS CATACUMBAS



               Nada de luz, sino sólo tinieblas Que descubrían cuadros de angustia,
               Regiones de dolor, funestas sombras.


                       SIGUIERON EN LA DENSA OBSCURIDAD, hasta que al fin el pasaje se tornó más
               ancho y llegaron a unas gradas que conducían hacia abajo. Marcelo, cogido del vestido del niño,
               lo seguía.
                       Era ciertamente una situación que provocaba alarma. Pues se estaba entregando en manos
               de aquellos hombres, a quienes precisamente la clase a que él pertenecía los había privado del
               aire libre, hundiéndolos en aquellas tétricas moradas. Para ellos él no podía ser reconocido de
               otro  modo  sino  como  perseguidor.  Pero  la  impresión  que  en  él  había  dejado  la  gentileza  y
               humildad  de  ellos  era  tal  que  él  no  tenía  el  menor  temor  de  sufrir  daño  alguno.  Estaba
               sencillamente  en  manos  de  este  niño  que  bien  podía  conducirlo  a  la  muerte  en  las  densas
               tinieblas de este impenetrable laberinto, pero ni siquiera pensaba en ello. Era el deseo ferviente
               de  conocer  más  de  estos  cristianos,  lograr  su  secreto,  lo  que  le  guiaba  a  seguir  adelante;  y
               conforme había jurado, así había resuelto que esta visita no sería utilizada para traicionarlos o
               herirlos.
                      Después de descender por algún tiempo, se hallaban caminando por terreno a nivel. De
               pronto voltearon y entraron a una pequeña cámara abovedada, que se hallaba alumbrada por la
               débil fosforescencia de un hogar. El niño había caminado con paso firme sin la menor vacilación,
               como quien está perfectamente familiarizado con la ruta. Al llegar a aquella cámara, encendió la
               antorcha que estaba en el suelo, y reemprendió su marcha.
                      Hay  siempre  un  algo  inexplicable  en  el  aire  de  un  campo  santo  que  no  es  posible
               comparar con el de ningún otro lugar. Prescindiendo del hecho de la reclusión, la humedad, el
               mortal  olor  a  tierra,  hay  una  cierta  influencia  sutil  que  envuelve  tales  ámbitos  con  tanta
               intensidad que los hace tanto más aterradores. Allí campea el hálito de los muertos, que posa
               tanto en el alma como en el cuerpo. He allí la atmósfera de las catacumbas. El frío y la humedad
               atacaban al visitante, cual aires estremecedores del reino de la muerte. Los vivos experimentaban
               el poder misterioso de la muerte.
                      Polio caminaba adelante, seguido por Marcelo. La antorcha iluminaba apenas las densas
               tinieblas. Los destellos de luz del día, ni aun el más débil rayo, jamás podrían penetrar aquí para
               aliviar la deprimente densidad de estas tinieblas. La oscuridad era tal que se podía sentir. La luz
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