Page 22 - El Mártir de las Catacumbas
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-Algunas veces vagan hasta que encuentran a algún amigo; algunas otras veces nunca
más se oye nada de ellos. Pero en la actualidad la mayoría de nosotros conocemos el lugar tan
bien, que si nos perdernos, no tardamos en llegar de nuevo, a tientas, a alguna senda conocida.
Una cosa en particular impresionó mayormente al joven oficial, y era la inmensa
preponderancia de las tumbas pequeñas. Polio le explicó que esas pertenecían a niños. Ello le
despertó sentimientos y emociones que no había experimentado antes.
"¡Niños!" pensaba él. "¿Qué hacen ellos? ¿Los jóvenes, los puros, los inocentes? ¿Por qué
no fueron sepultados arriba, en donde los rayos bienhechores del sol los abrigarían y las flores
adornarían sus tumbas? Acaso ellos hollaron senderos tan tenebrosos como estos en sus cortos
días de vida? ¿Acaso ellos hubieron de compartir su suerte con aquellos que recurrieron a estos
tétricos escondites en su huida de la persecución? ¿Acaso el aire deletéreo de esta interminable
tristeza de estas pavorosas moradas aminoró sus preciosas vidas infantiles, y quitó de la vida sus
inmaculados espíritus antes de su tiempo de madurez?
Marcelo, como en un suspiro, preguntó, -Largo tiempo hace que nos encontramos en esta
marcha, ¿estamos ya para llegar?
El niño le contestó, -Muy pronto llegaremos.
Sean cuales hayan sido las ideas que Marcelo abrigaba antes de llegar acá en cuanto a la
caza de estos fugitivos, ahora se había convencido que todo intento de hacerlo era absolutamente
en vano. Todo un ejército de soldados podía penetrar aquí y jamás llegar ni siquiera a ver un solo
cristiano. Y cuanto más se alejara, tanto más desesperanzada sería la jornada. Ellos podrían
diseminarse por estos innumerables pasillos y vagar por allí hasta encontrar la muerte.
Pero ahora un sonido apenas perceptible, como de gran distancia, atrajo su atención.
Dulce y de una dulzura indescriptible, bajísimo y musical, venía procedente de los largos
pasillos, llegando a encantarle como si fuera uña voz de las regiones celestiales.
Continuaron su lenta marcha, hasta que una luz brilló delante de ellos, hiriendo las densas
tinieblas con sus rayos. Los sonidos aumentaban, elevándose de pronto en un coro de
magnificencia imponderable, para luego disminuir y menguar hasta tornarse en unos lamentos de
penitentes súplicas.
Dentro de unos cuantos minutos llegaron a un to en que tuvieron que voltear en su
marcha, desembocando ante un escenario que bruscamente apareció delante de sus ojos.
-¡Alto! -exclamó Polio, al mismo tiempo que tenía a su compañero y apagaba la luz de la
antorcha que les había guiado hasta aquí. Marcelo obedeció, y miró con profunda avidez al
espectáculo que se le ofrecía a la vista. Estaban en una cámara abovedada como de unos cinco
metros de alto y diez en cuadro. Y en tan reducido espacio se albergaban como cien personas,
hombres, mujeres y niños. A un lado había una mesa, tras la cual estaba de pie un anciano
venerable, el cual parecía ser el dirigente de ellos. El lugar se hallaba iluminado con el reflejo de
algunas antorchas que arrojaban su mortecina luz rojiza sobre la asamblea toda. A los presentes
se les veía cargados de inquietud y demacrados, observándose en sus rostros la misma
característica palidez que habla visto en el cavador. ¡Ah, pero la expresión que ahora se veía en
ellos no era en lo absoluto de tristeza, ni de miseria ni de desesperación! ¡Más bien una atractiva
esperanza iluminaba sus ojos, y en sus rostros se dibujaba un gozo victorioso y triunfal. ¡El alma
de este observador fue conmovida hasta lo más íntimo, porque no era sino la confirmación
anhelada inconscientemente de todo cuanto había admirado en los cristianos: su heroísmo, su