Page 26 - El Mártir de las Catacumbas
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ninguna defensa. El hecho de encontrarme aquí solo es prueba de que no hay peligro de parte
               mía.
                      Honorio,  reasumiendo  su  aire  de  calma,  dijo:  -Verdaderamente,  tienes  razón;  tú  de
               ninguna manera podrías regresar sin nuestra ayuda.

                      -Escuchadme, pues, que yo os explicaré todo. Yo soy soldado romano. Nací en España y
               fui criado en la virtud y la moralidad. Se me enseñó a temer a los dioses y a cumplir con mi
               deber. Yo he estado en muchas tierras y me he dedicado por entero a mi profesión. Sin embargo,
               nunca  he  descuidado  mi  religión.  En  mis  habitaciones  he  estudiado  todos  los  escritos  de  los
               filósofos de Grecia y de Roma. Como resultado de ello he aprendido a desdeñar nuestros dioses
               y diosas, los que no son mejores, y más bien son peores que yo mismo.

                      -Platón y Cicerón me han enseñado que hay una Deidad suprema a la que es mi deber
               obedecer. Pero ¿cómo lo puedo conocer y cómo le debo obedecer? También he aprendido que yo
               soy inmortal, y que cuando muera me he de convertir en espíritu. ¿Cómo seré entonces? ¿Seré
               feliz o miserable? ¿Cómo puedo yo asegurarme la felicidad en la vida espiritual? Ellos describen
               con derroche de elocuencia las glorias de la vida inmortal, pero no dan instrucciones para los
               hombres comunes como yo. Pues el llegar a saber todo esto es lo que constituye el anhelo vivo
               de mi alma.

                      -Los sacerdotes son incapaces de decir nada. Ellos se encuentran enlazados con antiguos
               formalismos y ceremonias en las cuales ellos mismos jamás han creído. La antigua religión es
               muerta; son los hombres los que la mantienen en pie.

               -En  las  diferentes  tierras  por  donde  he  andado,  he  oído  mucho  sobre  los  cristianos.  Pero
               encerrado,  como  lo  he  estado  en  mi  cuartel  siempre,  jamás  he  tenido  la  feliz  oportunidad  de
               conocerlos. Y para ser franco, no me he interesado por conocerlos hasta últimamente. He oído
               los  informes  comunes  de  su  inmoralidad,  sus  vicios  secretos,  sus  pérfidas doctrinas.  Y  desde
               luego hasta hace poco yo creía todo eso.

                      -Hace  unos  pocos  días  estuve  en  el  Coliseo.  Allí  recién  aprendí  algo  respecto  a  los
               cristianos. Yo contemplé al gladiador Macer, un varón a quien el temor era desconocido, y él
               prefirió hacerse quitar  la  vida,  antes que  hacer  lo  que  él creía que era malo. Vi un venerable
               anciano  hacer  frente  a  la  muerte  con  una  pacífica  sonrisa  en  sus  labios;  y,  sobre  todo,  vi  un
               puñado de muchachas que entregaron su vida a las fieras salvajes con un canto de triunfo en sus
               labios:
                                     Al que nos amó,
                                     Al que nos ha lavado de nuestros pecados



                      Lo que Marcelo expresó produjo un efecto maravilloso. Los ojos de los que escuchaban
               resplandecían de gozo y vehemencia. Cuando él mencionó a Macer, ellos se miraron los unos a
               los  otros  con  señas  significativas.  Cuando  él  habló  del  anciano,  Honorio  inclinó  la  cabeza.
               Cuando habló de los niños y muchachas, y musitaron las palabras del himno que cantaron, todos
               voltearon el rostro y lloraron.

                      -Fue aquella vez la primera de mi vida en que vi derrotada la muerte. Desde luego yo
               puedo afrontar la muerte sin temor, como también cada soldado que se ve en el campo de batalla.
               Pues tal es nuestra profesión. Pero estas personas se complacían y regocijaban en morir. Aquí no
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