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las  últimas  provincias  de  los  caciques  Cari  y Chipana,  que,  como  atrás  queda
          dicho,  eran  Tapacari  y  Cochapampa.  Los  caciques  estaban  apercibidos  con
          gente  de  guerra  para  servir  al  Inca.  De  Cochapampa  fueron  a  Chayanta;  pa•
          saron  treinta  leguas  de  un  mal  despoblado  que  hay  en  medio,  donde  no  hay
          un  palmo  de  tierra  de  provecho,  sino  peñas  y  riscos  y  pedregales  y  peña
          viva;  no  se  cría  en  aquel  desierto  cosa  alguna,  si  no  son  unos  cirios  que
          llevan  espinas  tan  largas  como  los  dedos  de  la  mano,  de  las  cuales  hacían
          las  indias  agujas  para  coser  eso  poco  que  cosían;  aquellos  cirios  se  crían
          en  todo  el  Perú.  Pasado  el  despoblado,  entran  en  la  provincia  Chayanta,
          que  tiene  veinte  leguas  de  largo  y casi  otra  tantas  de  ancho.  El  Inca  mandó
          al  príncipe  que  enviase  mensajeros  con  los  requerimientos  acostumbrados.
              Para responder  el  mensaje  estuvieron  los  indios  de  Chayanta  diferentes,
          que  unos  decían  que  era  muy  justo que  se  recibiese  el  hijo  del  Sol  por  señor
          y  sus  leyes  se  guardasen,  pues  se  debía  creer  que,  siendo  ordenadas  por  el
          Sol,  serían  justas,  suaves  y  provechosas,  todas  en  favor  de  los  vasallos  y
          ninguna  en interés  del  Inca.  Otros  dijeron  que  no  tenían  necesidad  de  Rey
          ni  de  nuevas  leyes,  que  las  que  se  tenían  eran  muy  buenas,  pues  las  habían
          guardado  sus  antepasados,  y  que  les  bastaban  sus  dioses,  sin  tomar  nueva
          religión  y  nuevas  costumbres,  y  lo  que  peor  les  parecía  era  sujetarse  a  la
          voluntad  de  un  hombre  que  estaba  predicando  religión  y  santidades  y  que
          mañana,  cuando  los  tuviese  sujetos,  les  pondría  las  leyes  que  quisiese,  que
          todas  serían  en  provecho  suyo  y  daño  de  los  vasallos,  y  que  no  era  bien  se
          experimentasen  estos  males,  sino  que  viviesen  en  libertad  como  hasta  allí
          o muriesen  sobre  ello.
               En  esta  diferencia  estuvieron  algunos  días,  pretendiendo  cada  una  de
          las  partes salir con  su  opinión  hasta  que  por  una  parte  el  temor  de  las  armas
          del  Inca  y por  otra  las  nuevas  de  sus  buenas  leyes  y  suave  gobierno  los  re-
          dujo  a  que  se  conformasen.  Respondieron  no  concediendo  absolutamente  ni
          negando  del  todo,  sino  en  un  medio  compuesto  e.le  ambos  pareceres,  y  di-
          jeron que  ellos  holgarían de  recibir  al  Inca  por  su  Rey  y señor;  empero,  que
          no  sabían  qué  leyes  les  había  de  mandar  guardar,  si  serían  en  daño  o  en
          provecho  de  ellos.  Por  tanto  le  suplicaban  hubiese  treguas  de  ambas  partes,
           y  que  (entretanto  que  les  enseñaban  las  leyes)  el  Inca  y  su  ejército  entrase
          en  la  provincia,  con  palabra  que  les  diese  de  salirse  y  dejarlos  libres  si  sus
           leyes  no  les  contentasen;  empero  que  si  fuesen  tan  buenas  como  él  decía,
           desde  luego  le  adoraban  por  hijo  del  Sol  y  le  reconocían  por  señor.
               El  Inca  dijo  que  aceptaba  la  condición  con  que  le  recibían,  aunque  po-
           día rendirlos  por fuerza  de  armas;  empero  que  holgaba  de  guardar  el  ejemplo
           de  sus  pasados,  que  era  ganar  los  vasallos  por  amor  y  no  por  fuerza,  y  que
           les  daba  su  fe  y palabra  de  dejarlos  en  la  libertad  que  tenían  cuando  no  qui-
           siesen  adorar  a  su  padre  el  Sol  ni  guardar  sus  leyes;  porque  esperaba  que
           habiéndolas  visto  y  entendido,  no  solamente  no  las  aborrecerían,  sino  que
           las  amarían  y  les  pesaría  de  no  haberlas  conocido  muchos  siglos  antes.

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