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se  valen  de  otra  madera,  delgada  como  el  muslo,  liviana  como  la  higuera;
          la  mejor,  según  decían  los  indios,  se  criaba  en  las  provincias  de  Quito,  de
         donde  la  llevaban  por  mandado  del  Inca  a  todos  los  ríos.  Hadan  de  ella
         balsas  grandes  y  chicas,  de  cinco  o  de  siete  palos  largos,  atados  unos  con
         otros:  el  de  en  medio  era  más  largo  que  todos  los  otros:  los  primeros  cola-
          terales  eran  menos  largos,  luego  los  segundos  eran  más  cortos  y  los  terceros
          más  cortos,  porque  así  cortasen  mejor  el  agua,  que  no  la  frente  toda
         pareja  y la  misma  forma  tenían  a  la  popa  que  a  la  proa.  Atábanles  dos  cor-
          deles,  y  por  ellos  tiraban  para  pasarla  de  una  parte  a  otra.  Muchas  veces,
          a  falta  de  los  balseros,  los  mismos  pasajeros  tiraban  de  la  soga  para  pasar
          de  un  cabo  al  otro.  Acuérdome  haber  pasado  en  algunas  balsas  que  eran  del
          tiempo  de  los  Incas,  y los  indios  las  tenían  por veneraci6n.
              Sin  las  balsas,  hacen  otros  barquillos  más  manuales:  son  de  un  haz
          rollizo  de  enea,  del  grueso  de  un  buey;  átanlo  fuertemente,  y  del  medio
          adelante  lo  abusan  y  lo  levantan  hacia  arriba  como  proa  de  barco,  para  que
          rompa  y corte  el  agua;  de  los  dos  tercios  atrás  lo  van  ensanchando;  lo  alto
         del  haz  es  llano,  donde  echan  la  carga  que  ha  de  pasar.  Un  indio  solo  go•
         bierna  cada  barco  de  éstos;  p6nese  al  cabo  de  la  popa  y  échase  de  pechos
          sobre  el  barco,  y  los  brazos  y  piernas  le  sirven  de  remos,  y  así  lo  lleva  al
          amor del  agua.  Si  el  río  es  raudo  va  a  salir  den  pasos  y doscientos  más  aba-
          jo  de  como  entr6.  Cuando  pasan  alguna  persona,  lo  echan  de  pechos  a  la
          larga  sobre  el barco,  la  cabeza  hacia  el  barquero;  mándanle  que  se  asga  a los
         cordeles  del  barco  y  pegue  el  rostro  con  él  y  no  levante  ni  abra  los  ojos  a
          mirar  cosa  alguna.  Pasando  yo  de  esta  manera  un  río  caudaloso  y  de  mucha
          corriente  ( que  en  los  semejantes es  donde  lo  mandan,  que  en  los  mansos  no
          se  les  da  nada),  por  los  extremos  y  demasiado  encarecimiento  que  el  indio
         barquero  hada  mandándome  que  no  alzase  la  cabeza  ni  abriese  los  ojos,  que
         por  ser  yo  muchacho  me  ponía  unos  miedos  y  asombros  como  que  se  hun-
         diría  la  tierra  o  se  caerían  los  cielos,  me  dio  deseo  de  núrar  por  ver  si  veía
         algunas  cosas  de encantanúento  o  del  otro  mundo.  Con  esta  codicia,  cuando
         sentí  que  íbamos  en  medio  del  río,  alcé  un  poco  la  cabeza  y  miré  el  agua
         arriba,  y verdaderamente  me  pared6  que  caíamos  del  cielo  abajo,  y  esto  fue
         por  desvanecérseme  la  cabeza  por  la  grandísima  corriente  de  río  y  por  la
         furia  con  que  el  barco  de  enea  iba  cortando  el  agua  al  amor  de  ella.  For-
         zóme  el  miedo  a cerrar los  ojos  y  a confesar  que  los  barqueros  tenían  razón
         en  mandar  que  no  los  abriesen.
              Otras  balsas  hacen  de  grandes  calabazas  enteras  enredadas  y  fuerte-
         mente  atadas  unas  con  otras  en  espacio  de  vara  y  media  en  cuiidro,  más  y
         menos,  como  es  menester.  Echan  de  por  delante  un  pretal  como  a  silla  de
         caballo,  donde  el  indio  barquero  mete  la  cabeza  y  se  echa  a  nado  y  lleva
         sobre  sí nadando la balsa y la carga  hasta  pasar el  rfo o  la bahía o estero del
         mar.  Y ·si es  necesario  lleva  detrás  un  indio  o  dos  ayudantes  que van  nadan-
         do  y  empujando  la  balsa.

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