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que  eran  tenidos  por  divinos  hijos  del  Sol,  y  que  los  vasallos  no  consenti•
        rían  aquel  castigo  ni  cualquiera  otro  que  quisiese  hacer  en  el  príncipe.
            Con  esta  congoja  y  cuidado,  que  le  quitaba  todo  descanso  y  reposo,
        anduvo  el  Inca más  de  tres  años  sin  que  en  ellos  se  ofreciese  cosa  digna  de
        memoria.  En este tiempo  envió dos  veces  a visitar el  reino  a cuatro  parientes
        suyos,  repartiendo  a  cada  uno  las  provincias  que  habían  de  visitar;  mandó-
        les  que  hiciesen  las  obras  que  conviniesen  al  honor  del  Inca  y  al  beneficio
        común de  los  vasallos,  como  era sacar  nuevas  acequias,  hacer  pósitos  y  casas
        reales  y  fuentes  y  puentes  y  calzadas  y  otras  obras  semejantes;  mas  él  no
        osó  salir  de  la  corte,  donde  entendía  en  celebrar  las  fiestas  del  Sol  y  las
        otras  que  se  hacían  entre  año~  y  en  hacer  justicia  a  sus  vasallos.  Al  fin  de
        aquel  largo  tiempo,  un  día,  poco  después  de  mediodía,  entró  el  príncipe  en
        la  casa  de  su  padre,  donde  menos  le  esperaban,  solo  y  sin  compañía,  como
        hombre  desfavorecido  del  Rey.  Al  cual  envió  a  decir  que  estaba  allí  y  que
        tenía  necesidad  de  darle  cierta  embajada.  El  Inca  respondió  con  mucho  eno-
         jo  que  se  fuese  luego  donde  le  había  mandado  residir,  si  no  quería  que  lo
        castigase  con  pena  de  muerte  por  inobediente  al  mandato  real,  pues  sabia
        que  a  nadie  era  lícito  quebrantarlo,  por  muy  liviano  que  fuese  el  caso  que
        se  le  mandase.  El  príncipe  respondió  diciendo  que  él  no  había  venido  allí
        por  quebrantar  su  mandamiento,  sino  por  obedecer  a  otro  tan  gran  Inca
        como  él.  El  cual  le  enviaba  a  decir  ciertas  cosas,  que  le  importaba  mucho
        saberlas;  que  si  las  quería  oír  le  diese  licencia  para  que  entrase  a decírselas;
        y  si  no,  que  con  volver  al  que  le  había  enviado  y  darle  cuenta  de  lo  que
        había  respondido,  habría  cumplido  con  él.
             El  Inca,  oyendo  decir  otro  tan  gran  señor  como  él,  mandó  que  entrase
        por  ver  qué  disparates  eran  aquéllos,  y  saber  quién  le  enviaba  recados  con
        el  hijo  desterrado  y  privado  de  su  gracia;  quiso  averiguar  qué  novedades
        eran  aquéllas  para  castigarlas.  El  príncipe,  puesto  ante  su  padre,  le  dijo:
             -Solo  Señor,  sabrás  que,  estando  yo  recostado  hoy  a  mediodía  (no
         sabré  certificarte  si  despierto  o  dormido)  debajo  de  una  gran  peña  de  las
         que  hay  en  los  pastos  de  Chita,  donde  por  tu  mandato  apaciento  las  ovejas
         de  Nuestro  Padre el  Sol,  se  me  puso  delante  un  hombre  extraño  en  hábito
        y en figura  diferente de  la  nuestra,  porque  tenía  barbas  en  la  cara  de  más  de
         un  palmo y el  vestido  largo  y suelto, que  le  cubría hasta los  pies.  Traía atado
         por  el  pescuezo  un  animal  no  conocido.  El  cual  me  dijo:  "Sobrino,  yo  soy
         hijo  del  Sol  y  hermano  del  Inca  Manco  Cápac  y  de  la  Coya  Mama  Ocllo
         Huaco,  su  mujer  y  hermana,  los  primeros  de  tus  antepasados;  por  lo  cual
         soy  hermano  de  tu  padre  y  de  todos  vosotros.  Llámome  Viracocha  Inca;
         vengo de  parte del Sol, Nuestro Padre, a darte aviso para que se lo des al  Inca,
         mi  hermano,  cómo  toda  la  mayor  parte  de  las  provincias  de  Chinchasuyu
         sujetas  a su  imperio,  y otras  de  las  no  sujetas,  están  rebeladas  y  juntan  mu-
         cha  gente  para  venir  con  poderoso  ejército  a  derribarle  de  su  trono  y  des-
         truir nuestra  imperial  ciudad  del  Cuzco.  Por  tanto  vé  al  Inca,  mi  hermano,

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