Page 220 - El Islam cristianizado : estudio del "sufismo" a través de las obras de Abenarabi de Murcia
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El voto carismático de la muerte de la voluntad  209
        cía es o no nuevo en el sujeto y si en lo futuro le será o no reiterado.
        Existen todavía cuatro carismas del corazón que corresponden a los
        últimos grados o moradas de iluminación extática. De ellos, el prime-
        ro, que Abenarabi llama "de  la iluminación eterna", exige para su
        logro una singular preparación ascética durante veinte días, consagra-
        dos al ayuno y a la vigilia nocturna de oración mental, seguidos de
        otros diez de expectativa respetuosa y humilde de las divinas luces.
        El segundo grado carismático se llama "el descenso de la esencia divi-
        na", y es ya, como su nombre lo indica, uno de los estados de unión
        incipiente. Vienen, por fin, los dos últimos, en que la unión se consuma
        por el éxtasis, gradualmente inconsciente: uno que implica inconscien-
        cia de todo lo que no es Dios; otro que hace perder al sujeto la con-
       ciencia total, incluso la de su misma contemplación de Dios.
          Imposible reducir a síntesis, de un modo claro y exhaustivo a la
       vez, la plétora de carismas analizados por Abenarabi en su Mawaqui.
       A todos los géneros que el catálogo anterior consigna habría que aña-
       dir otros muchos, a ellos subordinados como especies distintas o como
       hibridación y mixtura de los mismos. Tal, por ejemplo,  el peregrino
       carisma, mixto de los del corazón y del oído, que Abenarabi llama
       "grado iluminativo del modo de escuchar la voz de Dios". Es propio
       de los principiantes que necesitan todavía el consejo de un director es-
       piritual para evitar las ilusiones a que tal carisma está expuesto. Con-
       siste en adquirir la íntima convicción de que es Dios quien habla al
       alma por ministerio de las criaturas. El devoto que entra en esta mo-
       rada, hace voto de escuchar, como si fueran de Dios mismo, y obede-
       cer sumisamente las órdenes, invitaciones o deseos que el prójimo  le
       exprese de palabra, sean cuales sean, aunque contradigan el dictamen
       de su propia razón y deseo. Es, pues, esta morada la de la muerte de
       la propia voluntad, y el carisma divino estriba en la luz sobrenatural
       que alumbra al alma para adquirir aquella convicción íntima. Como
       en los otros carismas, y más que en todos ellos, cabe en éste ilusión
       espiritual, pues a menudo prueba Dios al que entra en esta morada
       con tentaciones de lujuria, homicidio o embriaguez, por ministerio del
       prójimo, que  le invita a cometer cualquiera de esos pecados graves,
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