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del camino cubierto de hierba, pero Cati no estaba tranquila un

                  solo momento.


                  —¡Cuánto tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera!


                  ¡Ya llegan!


                  ¡Ah, no! ¿Por qué no nos adelantamos un kilómetro, Elena? Sólo

                  hasta aquel grupo de árboles, ¿ves? Allí...



                  Pero yo me negué. Al fin apareció el carruaje. Cati empezó a

                  gritar en cuanto divisó la faz de su padre en la ventanilla. Él se

                  apeó tan anheloso como ella misma, y ambos se abrazaron, sin

                  ocuparse de nadie más. Entre tanto, yo miré dentro del coche.


                  Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel

                  como si estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y

                  delicado, parecidísimo al señor, pero con un aspecto enfermizo

                  que éste no tenía. Eduardo, al ver que yo miraba a su sobrino,


                  me mandó cerrar la portezuela para que el niño no se enfriase.

                  Cati quería verle; pero su padre se obstinó en que le

                  acompañara, y los dos subieron a pie por el parque, mientras


                  yo me adelantaba para prevenir a los criados.


                  —Querida —dijo el señor—, tu primo no está tan fuerte como tú,

                  y hace poco que ha perdido a su madre. Así que por ahora no

                  podrá jugar contigo. Tampoco le hables demasiado. Déjale que


                  duerma esta noche, ¿quieres?


                  —Sí, sí, papá —respondió Catalina—; pero quiero verle, y él no

                  ha sacado la cabeza siquiera.










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