Page 156 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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en la luz pálida, y vi que estaba en una amplia y polvorienta cueva. Me erguí
al pie de un corto tramo de escalones que subían hasta una especie de túnel.
Me pasé la mano torpemente por la negra cabellera cortada a tazón, y mis ojos
recorrieron mis enormes miembros desnudos y mi poderoso torso. Iba vestido
con un taparrabos, noté con indiferencia, de cuyo ceñidor colgaba una vaina
de espada vacía, y como calzado llevaba sandalias de cuero.
Entonces vi un objeto tirado a mis pies, y me incliné para recogerlo. Era
una pesada espada de hierro, cuya ancha hoja tenía manchas oscuras. Mis
dedos se ajustaron instintivamente alrededor de su empuñadura con la
familiaridad que da el uso. Entonces recordé repentinamente y me reí al
pensar que una caída de cabeza pudiera dejarme a mí, Conan de los
saqueadores, tan completamente atontado. Sí, ahora lo recordaba todo. Había
sido un asalto contra los britanos, cuyas costas atacábamos continuamente con
antorchas y espadas, desde la isla llamada Eire-ann. Aquel día, nosotros los
gaélicos de pelo negro, habíamos caído repentinamente sobre una aldea
costera con nuestros barcos largos y bajos, y en el huracán de la batalla
subsiguiente, los britanos por fin habían cedido en su tozuda resistencia y se
habían retirado todos, guerreros, mujeres y niños, hacia las profundas sombras
de los robledales, donde raras veces nos atrevíamos a seguirles.
Pero yo los había seguido, pues había una chica entre mis enemigos a la
cual deseaba con ardiente pasión, una esbelta, delgada y joven criatura de
ondulados cabellos dorados y profundos ojos grises, cambiantes y místicos
como el mar. Su nombre era Tamera, como bien sabía yo, pues había
comercio entre las razas de la misma manera que guerra, y había estado en las
aldeas de los britanos como pacífico visitante, en las escasas épocas de tregua.
Vi su blanco cuerpo semidesnudo parpadeando entre los árboles mientras
corría con la agilidad de una liebre, y la seguí, jadeando con ansia feroz. Huyó
bajo las sombras oscuras de los robles retorcidos, conmigo siguiéndola de
cerca, mientras en la lejanía se extinguían los gritos de la matanza y el
entrechocar de las espadas. Corrimos en silencio, salvo por su respiración
rápida y entrecortada, y cuando emergimos a un estrecho claro ante una cueva
de entrada sombría yo estaba tan cerca de ella que agarré sus doradas trenzas
voladoras con una poderosa mano. Se desmoronó con un gemido
desesperado, y al mismo tiempo, un grito se hizo eco de su lamento y yo me
volví rápidamente para enfrentarme a un joven britano alto y delgado, que
saltó de entre los árboles con la luz de la desesperación en los ojos.
—¡Vertorix! —gimió la muchacha, su voz rompiéndose en un sollozo, y
una rabia más feroz brotó dentro de mí, pues sabía que el mozo era su
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