Page 158 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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odio contra mi enemigo, y retirándome ante sus golpes. Quería provocar que

               se  lanzase  en  una  acometida  abierta,  evitarla  y  atravesarle  antes  de  que
               pudiera recuperar el equilibrio. En terreno abierto podía vencerle por la fuerza
               bruta y con golpes poderosos, pero aquí sólo podía usar la punta de la espada,
               y  eso  poniéndome  en  situación  de  desventaja;  yo  siempre  prefería  el  Pilo.

               Pero yo era tozudo; si no podía alcanzarle con un golpe definitivo, tampoco
               podían él ni la muchacha escapar de mí mientras le mantuviera encerrado en
               el túnel.
                    Debió  de  ser  la  comprensión  de  este  hecho  lo  que  provocó  que  la

               muchacha interviniese, pues dijo algo a Vertorix sobre buscar algún camino
               de salida, y aunque él gritó ferozmente prohibiéndole que se aventurase en la
               oscuridad, ella se dio la vuelta y corrió veloz por el túnel hasta desaparecer en
               la penumbra. Mi ira creció espantosamente y casi conseguí que me abriera la

               cabeza,  en  mi  impaciencia  por  derribar  a  mi  enemigo  antes  de  que  ella
               encontrara un medio para su huida.
                    Entonces la cueva reverberó con un grito terrible y Vertorix chilló como
               un hombre herido de muerte, su rostro pálido en la penumbra. Se giró, como

               si nos hubiera olvidado a mí y a mi espada, y bajó corriendo por el túnel como
               un loco, gritando el nombre de Tamera. Desde muy lejos, como si surgiera de
               las entrañas de la tierra, me pareció oír su grito en respuesta, mezclado con un
               extraño  clamor  siseante  que  me  estremeció  con  un  horror  sin  nombre  pero

               instintivo.  Luego  se  hizo  el  silencio,  roto  sólo  por  los  gritos  frenéticos  de
               Vertorix, perdiéndose cada vez más lejos en la tierra.
                    Recuperándome, entré de un salto en el túnel y corrí tras el britano tan
               imprudentemente como él había corrido tras la muchacha. Y debo reconocer

               que, a pesar de que era un saqueador sanguinario, la idea de derribar a mi
               rival por la espalda estaba menos en mis pensamientos que la de descubrir qué
               cosa espantosa tenía a Tamera en sus garras.
                    Mientras iba corriendo, observé con indiferencia que las paredes del túnel

               estaban  garabateadas  con  dibujos  monstruosos,  y  comprendí  repentina  y
               escalofriantemente que esta debía de ser la temida Cueva de los Hijos de la
               Noche,  cuyos  relatos  habían  cruzado  el  estrecho  mar  para  resonar
               horriblemente en los oídos de los gaélicos. El miedo que sentía hacia mí debía

               de haber afectado mucho a Tamera, para obligarla a introducirse en la cueva
               evitada por su pueblo, donde se decía que acechaban los supervivientes de
               aquella execrable raza que habitó la región antes de la llegada de los pictos y
               los britanos, y que había huido de ellos hacia las cuevas desconocidas de las

               colinas.




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