Page 160 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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salvajemente y sentí que mi mandoble a ciegas hacía impacto, y algo cayó a
mis pies y murió. No podía saber qué cosa había matado en la oscuridad, pero
debía de ser al menos parcialmente humana, porque la cuchillada de mi muslo
había sido hecha con alguna especie de hoja, y no con fauces ni garras. Sudé
horrorizado, pues los dioses saben que la voz siseante de aquella Cosa no se
había parecido a ninguna lengua humana que yo hubiera oído jamás.
Entonces, en la oscuridad delante de mí, oí el sonido repetido, mezclado
con horribles ruidos de deslizamientos, como si una cantidad de criaturas
reptilescas se estuviera aproximando. Atravesé rápidamente la entrada que mi
mano había descubierto tanteando y estuve a punto de repetir mi caída de
cabeza, pues en lugar de desembocar en otro pasillo liso, la puerta daba a un
tramo de escaleras enanas sobre las cuales me tambaleé sin control.
Recuperado el equilibrio, continué cautelosamente, tanteando las paredes
del pasillo en busca de apoyo. Parecía estar descendiendo hacia las mismas
entrañas de la tierra, pero no me atrevía a darme la vuelta. De pronto, muy
abajo, atisbé una débil y extraña luz. Me obligué a seguir adelante, y llegué a
un punto en que el pasillo desembocaba en otra gran cámara abovedada; me
encogí, horrorizado.
En el centro de la cámara se levantaba un altar negro y tétrico; estaba
frotado por completo con una especie de fósforo, de manera que brillaba
pálidamente, otorgando una débil iluminación a la cueva sombría. Alzándose
detrás de él, sobre un pedestal de cráneos humanos, había un críptico objeto
negro, grabado con misteriosos jeroglíficos. ¡La Piedra Negra! La antiquísima
Piedra ante la cual, decían los britanos, los Hijos de la Noche se inclinaban en
atroz adoración, y cuyo origen se perdía en las tinieblas negras de un pasado
horriblemente distante. Decía la leyenda que una vez se había alzado en aquel
tétrico círculo de monolitos llamado Stonehenge, antes de que sus devotos
cayeran como la paja bajo los arcos de los pictos.
Pero apenas le eché un vistazo de pasada. Había dos figuras atadas con
correas de cuero sobre el resplandeciente altar negro. Una era Tamera; la otra
era Vertorix, manchado de sangre y despeinado. Su hacha de bronce, cubierta
de sangre seca, estaba junto al altar. Y delante de la piedra resplandeciente se
agazapaba el Horror.
Aunque nunca había visto ninguno de aquellos macabros aborígenes,
reconocí aquella cosa como lo que era, y me estremecí. Era una especie de
hombre, pero tan inferior en la escala de la vida que su distorsionada
humanidad era aún más horrible que su bestialidad.
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