Page 165 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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había  hecho,  excepto  que  yo  había  girado  a  la  izquierda  y  había  pasado

               limpiamente bajo el río. Y ahora veía que estaban atrapados. En aquella orilla,
               el acantilado se elevaba treinta metros más alto que en mi lado del río, y tan
               escarpado  que  una  araña  apenas  habría  podido  escalarlo.  Sólo  había  dos
               formas de escapar de la cornisa; volver a través de los túneles infestados de

               demonios, o caer directamente al río que rugía mucho más abajo.
                    Vi  cómo  Vertorix  miraba  el  acantilado  cortado  en  seco  por  encima  de
               ellos y cómo luego miraba hacia abajo, y movía la cabeza con desesperación.
               Tamera  le  echó  los  brazos  alrededor  del  cuello,  y  aunque  no  podía  oír  sus

               voces  por  el  rugido  del  río,  vi  cómo  sonreían,  y  luego  se  acercaron  juntos
               hasta  el  extremo  de  la  cornisa.  De  la  grieta  surgió  una  repugnante
               muchedumbre, como sucios reptiles que se retorciesen en la oscuridad, y se
               quedaron parpadeando bajo la luz del sol como las criaturas nocturnas que

               eran. Agarré la empuñadura de mi espada, sufriendo por no poder ayudarles,
               hasta que la sangre goteó de mis uñas. ¿Por qué no me había seguido a mí la
               manada, en vez de a mis compañeros?
                    Los Hijos dudaron un instante, mientras los dos britanos se enfrentaban a

               ellos, y luego con una carcajada Vertorix arrojó su hacha al río torrencial, y
               volviéndose, agarró a Tamera con un último abrazo. Juntos dieron un salto y,
               todavía abrazados el uno al otro, cayeron hasta golpear las aguas espumeantes
               y embravecidas que parecían saltar para recibirlos, y desaparecieron. El río

               salvaje  continuó  agitándose  como  un  monstruo  ciego  e  irracional,  su
               estruendo reverberando a través de los acantilados.
                    Durante un momento permanecí paralizado, y luego como un hombre que
               soñara me di la vuelta, agarré el borde del acantilado sobre mí y cansinamente

               conseguí subirme, y me puse en pie sobre los acantilados, oyendo como si
               fuera un sueño apagado el rugido del río en la lejanía.
                    Me tambaleé, llevándome torpemente las manos a la cabeza palpitante, en
               la  cual  la  sangre  seca  se  había  coagulado.  Eché  un  vistazo  furioso  a  mi

               alrededor. Había trepado los acantilados… ¡no, por el trueno de Crom, seguía
               en la cueva! Eché mano de mi espada…
                    Las  tinieblas  se  desvanecieron  y  miré  a  mi  alrededor  aturdido,
               orientándome en el espacio y el tiempo. Me alzaba al pie de las escaleras por

               las cuales había caído. Yo, que había sido Conan el saqueador, era ahora John
               O’Brien.  ¿Todo  ese  grotesco  interludio  no  había  sido  más  que  un  sueño?
               ¿Podía  un  simple  sueño  ser  tan  real?  Incluso  en  los  sueños,  a  menudo
               sabemos  que  estamos  soñando,  pero  Conan  el  saqueador  no  tenía

               conocimiento de ninguna otra existencia. Aún más, recordaba su propia vida




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