Page 168 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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nuevo,  si  no  quería  perder  pie  y  precipitarme  a  la  muerte.  ¡Oh,  yo,  John

               O’Brien,  no  tengo  un  caminar  tan  seguro  como  el  que  tenía  yo,  Conan  el
               saqueador; no, ni tampoco soy tan felinamente poderoso y veloz!
                    Pronto llegué al húmedo nivel inferior, y volví a sentir la lobreguez que
               denotaba mi posición bajo el lecho del río, pero seguía sin poder oír el ruido

               del  agua.  Supe  con  toda  seguridad  que  si  antaño  había  existido  algún  río
               poderoso  que  hubiera  pasado  rugiendo  hasta  desembocar  en  el  mar  en
               aquellos días antiguos, hoy en día ya no había ninguna masa de agua entre las
               colinas. Me detuve, echando un vistazo con mi linterna. Estaba en un inmenso

               túnel, no muy alto, pero sí ancho. Otros túneles más pequeños salían de él y
               me maravillé al ver aquella red que aparentemente recorría las colinas.
                    No puedo describir el efecto tétrico y espeluznante que producían aquellos
               pasillos oscuros de techo bajo que había a tanta profundidad. Sobre todo ello

               pesaba  una  abrumadora  sensación  de  indescriptible  antigüedad.  ¿Por  qué
               había excavado el pueblo pequeño estas criptas misteriosas, y en qué época
               negra? ¿Fueron estas cuevas su último refugio contra las oleadas invasoras de
               la humanidad, o habían sido su fortaleza desde tiempos inmemoriales? Agité

               la cabeza desconcertado; qué bestiales eran los Hijos que había visto, y sin
               embargo habían sido capaces de labrar estos túneles y cámaras que podrían
               desconcertar  a  los  ingenieros  modernos.  Incluso  suponiendo  que  sólo
               hubieran  terminado  una  tarea  iniciada  por  la  naturaleza,  seguía  siendo  una

               obra fenomenal para una raza de aborígenes enanos.
                    Entonces comprendí sobresaltado que estaba pasando más tiempo en estos
               túneles oscuros del que quería, y empecé a buscar los escalones por los cuales
               Conan  había  ascendido.  Los  encontré  y,  siguiéndolos,  volví  a  respirar

               profundamente y con alivio cuando el repentino resplandor de la luz del sol
               llenó el pasadizo. Salí a la cornisa, ahora desgastada hasta ser poco más que
               un  bulto  en  la  fachada  del  acantilado.  Y  vi  el  gran  río,  que  antaño  había
               rugido como un monstruo aprisionado entre las crudas paredes de su estrecho

               cauce, y luego había ido menguando con el paso de los eones hasta no ser más
               que un arroyuelo, allá a lo lejos, muy por debajo de mí, correteando silencioso
               entre las piedras camino del mar.
                    Sí,  la  superficie  de  la  tierra  cambia;  los  ríos  crecen  o  menguan,  las

               montañas se levantan y se desmoronan, los lagos se secan, los continentes se
               alteran; pero bajo la tierra la obra de manos perdidas y misteriosas dormitaba
               a salvo del paso del Tiempo. Su obra, sí, pero ¿y las manos que habían erigido
               esa obra? ¿Acaso ellas también acechaban bajo el seno de las colinas?







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