Page 164 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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acompañantes.  Arriesgándome  a  ciegas,  me  dirigí  a  la  desviación  de  la

               izquierda, y avancé tambaleándome en la semipenumbra. Estaba débil por la
               fatiga y la pérdida de sangre, mareado y aturdido por los golpes que había
               recibido. Sólo el recuerdo de Tamera me mantenía tenazmente en pie. Ahora
               podía oír con claridad el sonido de un arroyo invisible.

                    Por la luz pálida que se filtraba desde algún lugar de lo alto, era evidente
               que no estaba a demasiada profundidad, y esperaba encontrarme pronto con
               alguna otra escalera. Pero cuando lo hice, me detuve sumido en la más negra
               desesperación; en lugar de subir, descendía. En algún lugar muy por debajo

               de mí, oí débilmente los aullidos de la manada, y bajé, sumergiéndome en la
               más  absoluta  oscuridad.  Por  último,  llegué  hasta  un  nivel  nuevo,  y  seguí
               avanzando  a  ciegas.  Había  abandonado  toda  esperanza  de  huida,  y  sólo
               deseaba encontrar a Tamera y morir con ella, si es que ella y su enamorado no

               habían  encontrado  un  camino  de  salida.  El  estruendo  del  agua  corriente
               sonaba ahora sobre mi cabeza, y el túnel estaba legamoso y lóbrego. Gotas de
               humedad caían sobre mi cabeza y supe que estaba pasando bajo el río.
                    Entonces volví a tropezar con unos escalones labrados en la piedra, que

               conducían  hacia  arriba.  Subí  tan  rápido  como  mis  rígidas  heridas  me  lo
               permitieron,  pues  había  recibido  castigo  suficiente  como  para  matar  a  un
               hombre normal. Subí y seguí subiendo, y de pronto la luz del sol me bañó a
               través de una hendidura en la piedra sólida. Me situé bajo el resplandor del

               sol. Estaba en una cornisa que se elevaba sobre las aguas de un río, las cuales
               corrían  a  velocidad  impresionante  entre  escarpados  acantilados.  La  cornisa
               sobre  la  que  me  encontraba  estaba  cerca  de  lo  alto  del  acantilado;  tenía  al
               alcance  de  la  mano  la  seguridad.  Pero  titubeé,  y  tal  era  mi  amor  por  la

               muchacha de pelo dorado que estaba dispuesto a volver sobre mis pasos, a
               través  de  aquellos  túneles  negros,  con  la  absurda  esperanza  de  encontrarla.
               Entonces di un respingo.
                    Al otro lado del río vi otra grieta en la pared del acantilado que estaba

               enfrente de mí, con una cornisa similar a aquella en la que estaba yo, pero
               más larga. En tiempos pretéritos, no me cabía duda, alguna clase de puente
               primitivo  comunicaba  las  dos  cornisas,  posiblemente  antes  de  que  el  túnel
               fuera excavado bajo el lecho del río. Mientras miraba, dos figuras surgieron

               en  aquella  otra  cornisa;  una  de  ellas  cubierta  de  cuchilladas  y  de  polvo,
               cojeando,  aferrada  a  un  hacha  sucia  de  sangre;  la  otra  delgada,  blanca  y
               femenina.
                    ¡Vertorix  y  Tamera!  Habían  tomado  la  otra  rama  del  pasillo  en  la

               bifurcación y era evidente que habían seguido el túnel hasta salir como yo lo




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