Page 166 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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pasada como la recuerda un hombre vivo, aunque en la mente despierta de
John O’Brien, ese recuerdo estuviera difuminado en el polvo y las tinieblas.
Pero las aventuras de Conan en la Cueva de los Hijos seguían claramente
grabadas en la mente de John O’Brien.
Eché un vistazo alrededor de la oscura cámara, hasta la entrada del túnel
por el cual Vertorix había seguido a la muchacha. Pero miré en vano, viendo
sólo el muro desnudo y liso de la cueva. Crucé la cámara, encendí mi linterna
eléctrica, milagrosamente intacta tras mi caída, y palpé la pared.
¡Ja! ¡Me sobresalté como si hubiera recibido una descarga eléctrica!
Exactamente donde la entrada debía haber estado, mis dedos detectaron una
diferencia de materiales, una sección que era más áspera que el resto de la
pared. Estaba convencido de que era una obra de artesanía relativamente
moderna; el túnel había sido tapiado.
Me apoyé contra él, ejerciendo toda mi fuerza, y me pareció que el
segmento estaba a punto de ceder. Me retiré, y tomando una profunda
bocanada de aire, lancé todo mi peso contra ella, empujando con toda la
fuerza de mis músculos gigantes. La frágil pared putrefacta cedió con
estrépito y yo me catapulté a través de una lluvia de piedras y albañilería
desmoronándose.
Me levanté de un salto, dejando escapar un grito agudo. Estaba en un
túnel, y esta vez el sentimiento de familiaridad era inconfundible. Aquí era
donde Vertorix había caído por vez primera en manos de los Hijos, mientras
se llevaban a Tamera, y aquí, donde ahora me levantaba, el suelo había sido
bañado con sangre.
Bajé por el pasillo como un hombre hipnotizado. Pronto llegaría a la
entrada de la izquierda… sí, allí estaba el portal extrañamente labrado, en
cuya boca había matado al ser invisible que se alzó en la oscuridad a mi lado.
Me estremecí momentáneamente. ¿Pudiera ser que los restos de aquella
aborrecible raza todavía acechasen repugnantemente en estas cuevas remotas?
Me volví hacia el portal y mi luz iluminó un largo pasadizo inclinado, con
escalones diminutos cortados en la piedra sólida. Por aquí había bajado a
tientas Conan el saqueador y por allí bajé yo, John O’Brien, con recuerdos de
aquella otra vida poblando mi cerebro con vagos fantasmas. Ninguna luz
brillaba delante de mí, pero desemboqué en la gran cámara oscura que
conocía de antaño, y me estremecí al ver el macabro altar negro silueteado
bajo el resplandor de mi linterna. Ahora no se agitaba sobre él ninguna figura
atada, y ningún horror agazapado se regodeaba. Tampoco la pirámide de
cráneos soportaba la Piedra Negra ante la cual razas desconocidas se habían
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