Page 161 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Erguido, no podía tener más de metro y medio de altura. Su cuerpo era

               escuálido y deforme, su cabeza desproporcionadamente grande. Un pelo lacio
               y  revuelto  caía  sobre  su  cara  inhumana  de  gordos  labios  retorcidos  que
               descubrían  fauces  amarillas,  narices  anchas  y  aplastadas  y  grandes  y
               amarillentos ojos rasgados. Sabía que la criatura debía de ser capaz de ver en

               la oscuridad tan bien como un gato. Siglos de acechar por las oscuras cuevas
               habían proporcionado a su raza atributos inhumanos y terribles. Pero el rasgo
               más repulsivo era su piel: escamosa, amarilla y moteada, como el pellejo de
               una serpiente. Un taparrabos hecho de auténtica piel de serpiente ceñía sus

               esbeltos lomos, y sus manos afiladas aferraban una lanza con punta de piedra
               y un siniestro mazo de sílex pulimentado.
                    Tan intensamente se recreaba en la contemplación de sus cautivos que era
               evidente que no oyó mi sigiloso descenso. Mientras titubeaba en las sombras

               del pasadizo, oí por encima de mí un roce suave y siniestro que me heló la
               sangre en las venas. Los Hijos se arrastraban por el pasadizo detrás de mí, y
               estaba  atrapado.  Vi  otras  entradas  que  se  abrían  en  la  cámara,  y  actué,
               comprendiendo  que  una  alianza  con  Vertorix  era  nuestra  única  esperanza.

               Aunque  fuéramos  enemigos,  éramos  hombres,  hechos  del  mismo  molde,
               atrapados en el cubil de estas monstruosidades indescriptibles.
                    Mientras salía del pasadizo, el horror junto al altar levantó la cabeza y me
               miró de lleno. Al mismo tiempo que se levantaba, yo salté y él se desmoronó,

               entre chorros de sangre, al partir mi pesada espada su corazón de reptil. Pero
               mientras  moría,  emitió  un  repugnante  chillido  que  reverberó  hasta  lo  más
               hondo del pasadizo. Con prisa desesperada, corté las ligaduras de Vertorix y
               le  arrastré  hasta  ponerlo  en  pie.  Luego  me  volví  hacia  Tamera,  que  en

               aquellas circunstancias desesperadas no se apartó de mí, sino que me miró
               con ojos suplicantes y dilatados por el terror. Vertorix no perdió el tiempo con
               palabras, comprendiendo que el azar nos había convertido en aliados. Agarró
               su hacha mientras yo liberaba a la muchacha.

                    —No  podemos  volver  por  el  pasadizo  —explicó  rápidamente—.
               Tendremos  a  la  manada  entera  encima  de  nosotros  enseguida.  Atraparon  a
               Tamera cuando buscaba una salida, y me dominaron por la fuerza del número
               cuando  la  seguí.  Nos  arrastraron  hasta  aquí  y  todos  menos  esa  carroña  se

               dispersaron,  sin  duda  difundiendo  la  noticia  del  sacrificio  a  través  de  sus
               madrigueras.  Sólo  Il-Marenin  sabe  cuántos  de  mi  pueblo,  raptados  en  la
               noche,  han  muerto  en  ese  altar.  Debemos  arriesgarnos  por  uno  de  esos
               túneles… ¡todos conducen al infierno! ¡Seguidme!







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