Page 167 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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inclinado cuando Egipto aún no había nacido, antes del amanecer del tiempo.
Sólo había un sucio montón de polvo donde los cráneos habían sujetado la
cosa infernal. No, no había sido un sueño: yo era John O’Brien, pero había
sido Conan de los saqueadores en aquella otra vida, y ese macabro interludio
había sido un breve episodio de la realidad que había revivido.
Entré en el túnel por el que habíamos huido, proyectando un rayo de luz
por delante, y vi la franja de luz grisácea que llegaba desde lo alto, igual que
en aquella otra era perdida. Aquí el britano y yo, Conan, habíamos plantado
cara. Aparté mis ojos de la antigua hendidura en lo alto del techo abovedado,
y busqué la escalera. Allí estaba, medio oculta por un ángulo de la pared.
Ascendí, recordando con cuánta dificultad habíamos subido Vertorix y yo
hacía tantas eras, con la horda siseando y espumajeando detrás de nuestros
talones. Me sentí tenso por el temor al aproximarme a la entrada oscura y
abierta a través de la cual la manada había intentado cortarnos el camino.
Había apagado la luz al entrar al pasillo pobremente iluminado de abajo, y
ahora contemplé el pozo de negrura que se abría en la escalera. Con un grito
retrocedí sobresaltado, casi perdiendo pie en los desgastados escalones.
Sudando en la penumbra, encendí la luz y dirigí su rayo a la abertura
misteriosa, con el revólver en la mano.
Sólo vi los costados desnudos y redondeados de un pequeño túnel
alargado y me reí nerviosamente. Mi imaginación estaba desbocada; podría
haber jurado que repugnantes ojos amarillos me miraban terriblemente desde
la oscuridad, y que algo que se arrastraba se había escurrido alejándose por el
túnel. Era un estúpido al dejar que esas fantasías me afectaran. Los Hijos
habían desaparecido hacía mucho de aquellas cuevas. La Raza sin nombre y
aborrecible, más próxima a la serpiente que al hombre, se había desvanecido
hacía siglos, de regreso a la nada de la que había salido arrastrándose en la
época del amanecer negro de la tierra.
Del pasadizo salí al tortuoso pasillo, que, como recordaba de antes, estaba
más iluminado. Aquí, surgiendo de las sombras, una cosa había saltado sobre
mi espalda mientras mis acompañantes seguían corriendo, ignorantes. ¡Qué
hombre tan brutal tenía que haber sido Conan, para seguir avanzando después
de recibir heridas tan salvajes! Sí, en aquella época todos los hombres eran de
hierro.
Llegué al sitio donde el túnel se dividía, y al igual que antes tomé la
bifurcación izquierda y salí al pasadizo que descendía. Bajé por él, atento al
rugido del río, pero no lo oí. Una vez más la oscuridad se cerró sobre el
pasadizo, de manera que me vi obligado a recurrir a mi linterna eléctrica de
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