Page 173 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Sólo  un  pequeño  grupo  de  hombres  contemplaba  esta  espeluznante

               escena, en el temido escenario de las ejecuciones, fuera de los muros de la
               ciudad:  el  gobernante  y  sus  atentos  guardias;  unos  pocos  jóvenes  oficiales
               romanos; y el hombre a quien Sula se había referido como «invitado» y que
               permanecía  en  pie  como  una  figura  de  bronce,  sin  hablar.  Al  lado  del

               esplendor  resplandeciente  del  romano,  la  discreta  indumentaria  de  este
               hombre parecía triste, casi sombría.
                    Era oscuro, pero no se parecía a los latinos que le rodeaban. No había en
               él nada de la sensualidad cálida y casi oriental de los mediterráneos que daba

               color a sus rasgos. En su contorno facial, los rubios bárbaros que permanecían
               detrás  de  la  silla  de  Sula  eran  menos  distintos  de  aquel  hombre  que  los
               romanos. No tenía los labios curvos, ni los rizos ondulados que recordaban a
               los griegos. Tampoco su complexión oscura tenía el color aceitunado del sur;

               más  bien  era  como  la  oscuridad  desolada  del  norte.  El  aspecto  entero  del
               hombre evocaba vagamente las brumas sombrías, la penumbra, el viento frío
               y  gélido  de  las  desnudas  tierras  norteñas.  Incluso  sus  ojos  negros  eran
               salvajemente  fríos,  como  fuegos  negros  que  ardieran  a  través  de  leguas  de

               hielo.
                    Su altura no pasaba de mediana, pero había algo en él que trascendía el
               simple tamaño físico, una cierta y feroz vitalidad innata, sólo comparable con
               la de un lobo o una pantera. En cada arruga de su cuerpo flexible y compacto,

               al  igual  que  en  su  basto  pelo  liso  y  sus  finos  labios,  aquel  era  un  rasgo
               evidente:  en  la  cabeza  de  halcón  sobre  el  cuello  nudoso,  en  los  anchos
               hombros  cuadrados,  en  el  pecho  profundo,  los  lomos  esbeltos,  los  pies
               estrechos. Moldeado con la salvaje austeridad de una pantera, era una imagen

               de potencia dinámica, reprimida con un autodominio de hierro.
                    A sus pies se acuclillaba uno cuya complexión era parecida a la suya, pero
               ahí  terminaban  las  semejanzas.  Este  otro  era  un  gigante  atrofiado,  con
               miembros  retorcidos,  cuerpo  grueso,  frente  estrecha  y  expresión  de  torpe

               ferocidad, ahora claramente mezclada con el miedo. Si el hombre de la cruz
               se parecía, en un estilo tribal, al hombre que Tito Sula llamaba invitado, aún
               se parecía más al atrofiado gigante acuclillado.
                    —Bueno, Partha Mac Othna —dijo el gobernador con estudiado cinismo

               —, cuando regreses a tu tribu, podrás hablarles de la justicia de Roma, que
               gobierna el sur.
                    —Podré  hablarles  —contestó  el  otro  con  una  voz  que  no  revelaba
               emoción alguna, al igual que su rostro oscuro, adiestrado en la inmovilidad,

               no mostraba rastro alguno del torbellino que se agitaba en su alma.




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