Page 175 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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acuclillaba su deforme sirviente, escondiendo la cara de la horrible visión, los
brazos apretados alrededor de las rodillas de su amo como si fueran de acero;
el pobre diablo murmuraba para sus adentros incesantemente como si hiciera
una invocación.
Cayó el último golpe; cortaron las cuerdas de brazos y piernas, de manera
que el hombre colgara sujeto sólo por los clavos. Había interrumpido su
forcejeo, que sólo servía para retorcer los clavos dentro de sus torturantes
heridas. Sus brillantes ojos negros, sin vidriarse, no habían dejado de mirar el
rostro del hombre llamado Partha Mac Othna; en ellos quedaba una
desesperada sombra de esperanza. Los soldados levantaron la cruz y pusieron
su extremo en el agujero preparado, y pisotearon el polvo alrededor para
mantenerla erguida.
El picto colgaba en el aire, suspendido por los clavos introducidos en su
carne, pero ni siquiera así escapó sonido alguno de sus labios. Sus ojos
seguían posados en el rostro del emisario, pero la sombra de la esperanza se
estaba desvaneciendo.
—¡Vivirá durante días! —dijo Sula alegremente—. ¡Estos pictos son más
difíciles de matar que los gatos! Mantendré una guardia de diez soldados día y
noche para asegurarme de que nadie le baja antes de que muera. ¡Valerio, dale
una copa de vino en honor de nuestro estimado vecino, el Rey Bran Mak
Morn!
Con una carcajada, el joven oficial se adelantó, sujetando una rebosante
copa de vino, y poniéndose de puntillas la acercó a los labios cuarteados del
sufriente. En los ojos negros centelleó una oleada roja de odio inextinguible;
agitando la cabeza para evitar incluso tocar la copa, escupió a los ojos del
joven romano. Con una maldición, Valerio arrojó la copa al suelo, y antes de
que nadie pudiera detenerle, desenvainó su espada y la hundió en el cuerpo
del hombre.
Sula se levantó con una imperiosa exclamación de furia; el hombre
llamado Partha Mac Othna dio un respingo violento, pero se mordió los labios
y no dijo nada. Valerio pareció más bien sorprendido consigo mismo mientras
limpiaba su espada. La acción había sido instintiva, como reflejo al insulto
contra el orgullo romano, la única cosa intolerable.
—¡Entrega tu espada, joven señor! —exclamó Sula—. Centurión Publio,
ponle bajo arresto. Unos días en una celda a pan y agua te enseñarán a
reprimir tu orgullo patricio en los asuntos relacionados con la voluntad del
imperio. ¿Qué, joven necio, es que no comprendes que no podrías haber
hecho un regalo más generoso a ese perro? ¿Quién no preferiría una muerte
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