Page 174 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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—Justicia para todos bajo el gobierno de Roma —dijo Sula—. ¡Pax
Romana! ¡Recompensa para los virtuosos, castigo para los malos! —se rio
para sus adentros de su propia hipocresía negra, y luego continuó—. Ya ves,
emisario del país de los pictos, lo rápidamente que Roma castiga al infractor.
—Veo —contestó el picto con una voz a la que la cólera enérgicamente
reprimida imprimía la profundidad de la amenaza— que el súbdito de un rey
extranjero es tratado como si fuera un esclavo romano.
—Ha sido juzgado y condenado por un tribunal imparcial —repuso Sula.
—¡Sí! ¡Y el fiscal era romano, los testigos romanos y el juez romano!
¿Cometió asesinato? En un momento de furia mató a un mercader romano
que le engañó, le estafó y le robó, y que añadió escarnio a la ofensa… ¡sí, y
además un golpe! ¿Acaso su rey no es más que un perro, para que Roma
crucifique a sus súbditos a voluntad, condenados por tribunales romanos? ¿Es
su rey demasiado débil o estúpido para impartir justicia, si se le hubiera
informado y se hubieran presentado cargos formales contra el acusado?
—Bueno —dijo Sula con sorna—, puedes informar a Bran Mak Morn tú
mismo. Roma, amigo mío, no rinde cuentas de sus actos a los reyes bárbaros.
Cuando los salvajes se introducen entre nosotros, deben actuar con discreción
o sufrir las consecuencias.
El picto apretó sus mandíbulas de hierro con un chasquido que le dijo a
Sula que seguir pinchándole no proporcionaría ninguna respuesta. El romano
hizo un gesto a los ejecutores. Uno de ellos agarró un clavo y, colocándolo
contra la muñeca de la víctima, lo golpeó con fuerza. La punta de hierro se
hundió profundamente a través de la carne, crujiendo contra los huesos. Los
labios del hombre de la cruz se retorcieron, aunque ningún gemido escapó de
él. Al igual que un lobo atrapado lucha contra su jaula, la víctima atada se
convulsionó y forcejeó instintivamente. Las venas se hincharon en sus sienes,
el sudor perló su frente, los músculos de sus brazos y piernas se retorcieron y
anudaron. Los martillos cayeron con golpes inexorables, hundiendo las
crueles puntas cada vez más profundamente, a través de muñecas y tobillos; la
sangre manó en un río negro sobre las manos que sujetaban los clavos,
manchando la madera de la cruz, y se pudo oír el sonido inconfundible de los
huesos astillándose. Pero el sufriente no profirió exclamación alguna, aunque
sus labios ennegrecidos se retorcieron hasta dejar visibles las encías, y su
cabeza velluda se agitó involuntariamente de un lado a otro.
El hombre llamado Partha Mac Othna permanecía en pie como una figura
de hierro, los ojos ardiendo en un rostro inescrutable, su cuerpo entero tan
duro como el hierro por la tensión con la que ejercía el control. A sus pies se
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