Page 179 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
P. 179

—Esperaré hasta que… que se ponga la luna —murmuró hoscamente—.

               Después tomaré la carretera hasta… ¡el Infierno! Pero antes de irme, hay una
               deuda que debo pagar.
                    El sigiloso repiqueteo de pezuñas sobre el pavimento llegó hasta él.
                    —Con el salvoconducto y el oro, ni siquiera Roma puede detener a un

               saqueador picto —murmuró el rey—. Ahora dormiré hasta que se ponga la
               luna.


                    Con  un  gruñido  de  disgusto  por  los  frisos  de  mármol  y  las  columnas
               estriadas, símbolos de Roma, Bran se arrojó sobre un diván, del cual hacía
               tiempo  que  había  arrancado  con  impaciencia  los  cojines  y  los  rellenos  de

               seda, que resultaban demasiado suaves para su cuerpo endurecido. El odio y
               la  negra  pasión  por  la  venganza  hervían  dentro  de  él,  pero  se  quedó
               instantáneamente  dormido.  La  primera  lección  que  había  aprendido  en  su
               amarga y dura vida era la de aprovechar el sueño siempre que pudiera, como

               un  lobo  que  aprovecha  el  sueño  en  el  rastro  de  la  caza.  Por  lo  general,  su
               dormitar era ligero y carente de sueños, como el de una pantera, pero aquella
               noche fue distinto.
                    Se sumergió en las turbias profundidades grises del sueño, y en un reino

               intemporal  y  brumoso  de  sombras  donde  se  encontró  con  la  figura  alta,
               esbelta y de barba blanca de Gonar, el sacerdote de la Luna, sumo consejero
               del rey. Bran se sintió horrorizado, pues la cara de Gonar estaba blanca como
               la  nieve  y  se  agitaba  con  fiebre.  Bran  hacía  bien  en  estremecerse,  pues  en

               todos  los  años  de  su  vida  nunca  había  visto  que  Gonar  el  Sabio  mostrara
               ningún signo de miedo.
                    —¿Qué ocurre, anciano? —preguntó el rey—. ¿Va todo bien en Baal-dor?

                    —Todo va bien en Baal-dor, donde mi cuerpo yace dormido —contestó el
               viejo Gonar—. He venido a través del vacío para luchar contigo por tu alma.
               Rey, ¿estás loco, que albergas este pensamiento en tu mente?
                    —Gonar  —contestó  sombrío  Bran—,  hoy  me  quedé  quieto,  mirando
               cómo  uno  de  mis  hombres  moría  en  la  cruz  de  Roma.  No  sé  cuál  era  su

               nombre o su rango. No me importa. Podría haber sido un fiel guerrero mío,
               podría haber sido un forajido. Sólo sé que era mío; los primeros aromas que
               conoció fueron los aromas del brezo; la primera luz que vio fue el amanecer

               sobre las colinas pictas. Pertenecía a mí, no a Roma. Si el castigo era justo,
               entonces  solamente  yo  debía  haberlo  administrado.  Si  tenía  que  haber  un
               juicio, nadie más que yo debería haber sido el-juez. La misma sangre corría
               por  nuestras  venas;  el  mismo  fuego  enloquecía  nuestros  espíritus;  en  la
               infancia, escuchamos las mismas viejas historias, y en la juventud, cantamos



                                                      Página 179
   174   175   176   177   178   179   180   181   182   183   184