Page 183 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Bran  cabalgó  hasta  la  pequeña  puerta  del  muro  occidental,  sin  recibir

               advertencia  alguna  de  la  soñolienta  guardia.  ¿Qué  temor  a  una  invasión
               extranjera  iba  a  haber  en  Eboracum?  Además,  ciertos  ladrones  y
               secuestradores de mujeres bien organizados hacían que fuera lucrativo para
               los guardias no estar demasiado vigilantes. Pero el único guardia de la puerta

               occidental (sus compañeros dormían borrachos en un burdel próximo) levantó
               la lanza y bramó que Bran se detuviera y se identificase. Silenciosamente, el
               picto  se  aproximó.  Envuelto  en  la  capa  oscura,  parecía  borroso  e
               indistinguible para el romano, que sólo percibía el resplandor de sus fríos ojos

               en la penumbra. Bran alargó su mano bajo la luz de las estrellas y el soldado
               percibió el fulgor del oro; en la otra mano vio el alargado brillo del acero. El
               soldado comprendió, y no dudó entre elegir un soborno dorado o una batalla a
               muerte con este jinete desconocido que parecía ser alguna clase de bárbaro.

               Con un gruñido bajó la lanza y abrió la puerta. Bran la atravesó, arrojando un
               puñado  de  monedas  al  romano.  Cayeron  alrededor  de  sus  pies  como  una
               lluvia  de  oro,  repiqueteando  sobre  el  enlosado.  El  romano  se  agachó  con
               avaro  apresuramiento  para  recogerlas  y  Bran  Mak  Morn  cabalgó  hacia  el

               oeste como un fantasma en la noche.


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                    Bran Mak Morn llegó a los sombríos pantanos del oeste. Un viento frío
               recorría  la  tétrica  desolación  y  contra  el  cielo  grisáceo  algunas  garzas
               aleteaban  pesadamente.  Los  largos  juncos  y  la  yerba  de  las  marismas
               oscilaban  en  ondulaciones  quebradas,  y  a  través  de  la  devastación  de  los

               eriales  algunos  lagos  estancados  reflejaban  la  luz  apagada.  Aquí  y  allá  se
               elevaban  por  encima  del  nivel  general  montículos  sorprendentemente
               regulares, y adustos contra el sombrío cielo, Bran vio una hilera de monolitos

               en pie. Eran menhires, erigidos por quién sabe qué manos sin nombre.
                    Una tenue línea azul hacia el oeste marcaba las estribaciones que, más allá
               del  horizonte,  se  convertían  en  las  montañas  salvajes  de  Gales  donde  aún
               moraban  tribus  celtas  salvajes,  feroces  hombres  de  ojos  azules  que  no
               conocían el yugo de Roma. Una hilera de fortificaciones de vigilancia dotadas

               de poderosas guarniciones los mantenía a raya. Incluso desde aquel punto, tan
               alejado  y  al  otro  lado  de  los  páramos,  Bran  pudo  atisbar  el  inexpugnable
               torreón que los hombres llamaban la Torre de Trajano.

                    Estos  eriales  devastados  parecían  la  espantosa  materialización  de  la
               desolación,  pero  la  vida  humana  no  estaba  ausente  por  completo.  Bran  se
               encontró con los hombres silenciosos del pantano, taciturnos, de ojos y pelo



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