Page 187 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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Echó  hacia  atrás  la  cabeza  con  una  carcajada  desdeñosa.  La  mano

               izquierda  de  él  se  aferró  como  un  cepo  de  hierro  al  pecho  de  su  ligera
               vestidura y la derecha se cerró sobre la empuñadura de su espada. Ella se rio
               en su cara.
                    —¡Ataca, mi lobo del norte, maldito seas! ¿Te crees que una vida como la

               mía es tan dulce que desee aferrarme a ella como un bebé se aferra al pecho?
                    Su mano se separó.
                    —Tienes razón. Las amenazas son estúpidas. Compraré tu ayuda.
                    —¿Cómo? —la voz risueña zumbó burlona.

                    Bran abrió su bolsa y derramó sobre su mano un chorro de oro.
                    —Más riqueza de la que los hombres del pantano hayan soñado jamás.
                    Ella volvió a reírse.
                    —¿Qué  significa  este  metal  oxidado  para  mí?  ¡Guárdatelo  para  alguna

               mujer romana de pechos blancos que quiera hacer de traidora por ti!
                    —¡Di tu precio! —le exigió—. La cabeza de un enemigo…
                    —Por la sangre de mis venas, con su herencia de odio antiguo, ¿quién es
               mi enemigo más que tú? —se rio, y de un salto, atacó como un gato. Pero su

               puñal se hizo añicos contra la malla que llevaba bajo la capa, y él la derribó
               con un devastador golpe de muñeca que la arrojó sobre su camastro de hierba.
               Allí tumbada, se rio de él.
                    —¡Te  diré  un  precio,  lobo  mío,  y  puede  que  en  los  días  venideros

               maldigas la armadura que rompió el puñal de Atla! —se levantó y se acercó a
               él, y sus manos inquietantemente largas se aferraron ferozmente a su capa—.
               ¡Te lo diré, Negro Bran, rey de Caledonia! ¡Oh, lo supe cuando viniste a mi
               choza con tu pelo negro y tus ojos fríos! ¡Te conduciré hasta las puertas del

               Infierno si lo deseas… y el precio serán los besos de un rey!
                    »¿Qué es de mi maldita y amarga vida, qué es de mí, a quien los hombres
               mortales aborrecen y temen? ¡Yo, Atla, la mujer-lobo de los páramos, no he
               conocido el amor de los hombres, el abrazo de un miembro recio, el aguijón

               de los besos humanos! ¿Qué he conocido excepto los vientos solitarios de los
               pantanos, el terrible fuego de los fríos crepúsculos, el susurro de las hierbas
               de  las  ciénagas?  ¡Las  caras  que  pestañean  al  mirarme  en  las  aguas  de  los
               lagos, las pisadas de la noche, las cosas en la penumbra, el resplandor de ojos

               rojos, el escalofriante murmullo de seres sin nombre en la noche!
                    »¡Soy medio humana, como mínimo! ¿No he conocido el pesar y el dolor
               y el sufrimiento del anhelo, y la terrible angustia de la soledad? Dámelos, rey,
               dame tus besos feroces y tu doloroso abrazo de bárbaro. Así, en los largos

               años venideros no me reconcomeré con vana envidia de las mujeres de pechos




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