Page 185 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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el norte y la antigua carretera resonaba con el paso medido de los pies
calzados con hierro. Y Bran, en los pantanos del oeste, rio complacido.
En Eboracum, Tito Sula difundió en secreto la orden de buscar al emisario
picto con el nombre galo que había estado bajo sospecha, y que se había
esfumado la noche que el joven Valerio fue hallado muerto en su celda con la
garganta abierta. Sula pensaba que este repentino estallido de guerra en la
Muralla estaba estrechamente relacionado con la ejecución de un criminal
picto condenado, y puso en funcionamiento su sistema de espionaje, aunque
estaba seguro de que Partha Mac Othna ya estaba a estas alturas lejos de su
alcance. Se dispuso a marchar desde Eboracum, pero no acompañó a la
considerable fuerza de legionarios que envió al norte. Sula era un hombre
valiente, pero cada hombre tiene su propio temor, y el de Sula era Cormac na
Connacht, el príncipe de cabellera negra de los galos, que había jurado
arrancarle el corazón al gobernador y comérselo crudo. Así que Sula cabalgó
con su perenne cuerpo de guardia hacia el oeste, donde estaba la Torre de
Trajano con su belicoso comandante, Cayo Camilo, al que nada agradaba
tanto como tomar el lugar de su superior cuando la marea roja de la guerra
rompía a los pies de la Muralla. Era una maniobra discutible, pero el delegado
de Roma pocas veces visitaba esta isla alejada, y con su riqueza y sus intrigas,
Tito Sula era el poder supremo en Britania.
Bran, sabiendo esto, aguardaba pacientemente su llegada en la choza
vacía en la que había instalado su morada.
Un atardecer grisáceo cruzó a pie los páramos, como una figura severa,
recortada negramente contra el tenue fuego carmesí del ocaso. ¡Sentía la
increíble antigüedad de la tierra dormida, mientras caminaba como el último
hombre en el día después del fin del mundo! Pero por último vio una señal de
vida humana, una triste choza de zarzas y barro, erigida en el cenagoso
corazón del pantano.
Una mujer le saludó desde la puerta abierta y los sombríos ojos de Bran se
entrecerraron con oscura desconfianza. La mujer no era vieja, pero la maligna
sabiduría de las eras estaba presente en sus ojos; su indumentaria era
harapienta y escasa, sus rizos negros enredados y despeinados, lo cual le
otorgaba un aspecto de salvajismo muy apropiado para su macabro entorno.
Sus labios rojos reían pero no había alegría en su risa, sólo una sombra de
burla, y bajo los labios sus dientes se mostraban agudos y afilados como
colmillos.
—Entra, amo —dijo ella—, ¡si no temes compartir el techo de la mujer-
bruja del páramo de Dagón!
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