Page 181 - Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural
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mundo que conozco. En algún lugar hay una Puerta. Y en algún lugar en los
pantanos desolados del oeste la encontraré.
Un horror desnudo llenó los ojos de Gonar y retrocedió gritando.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de los pictos! ¡Ay del reino venidero! ¡Ay, un negro
pesar caerá sobre los hijos de los hombres!
Bran se despertó en una habitación en sombras bajo la luz de las estrellas
que atravesaba los barrotes de la ventana. La luna había desaparecido de la
vista, aunque su resplandor todavía se percibía débilmente sobre los tejados
de las casas. El recuerdo de su sueño le estremeció y lanzó un juramento entre
dientes.
Levantándose, se echó por encima la capa y el manto, se puso una camisa
ligera de cota de malla negra y se ciñó espada y puñal. Acercándose de nuevo
al cofre con cierres de hierro, extrajo varias bolsas apretadas y vació sus
tintineantes contenidos en el saquito de cuero que llevaba al cinto. Después,
envolviéndose en la amplia capa, abandonó silenciosamente la casa. No había
sirvientes que le observaran, pues había rechazado impacientemente la oferta
de esclavos con los que Roma tenía la política de dotar a sus emisarios
bárbaros. El contrahecho Grom había atendido todas las sencillas necesidades
de Bran.
Los establos daban al patio. Tras tantear en la oscuridad durante un
momento, puso la mano sobre la nariz del gran corcel, comprobando la
muesca de identificación. Trabajando a oscuras, rápidamente embridó y
ensilló al enorme animal, y tras atravesar el patio salió a una callejuela lateral
y sombría, llevándole por las riendas. La luna se estaba poniendo, y el borde
de las sombras que flotaban se ampliaba a lo largo del muro occidental. El
silencio caía sobre los palacios de mármol y las casuchas de barro de
Eboracum que dormitaban bajo las frías estrellas.
Bran palpó el saquito que llevaba al cinto, que pesaba con el oro acuñado
con el sello de Roma. Había llegado a Eboracum haciéndose pasar por
emisario del reino picto, para actuar como espía. Pero al ser un bárbaro, no
había podido desempeñar su papel con fría formalidad y sosegada dignidad.
Conservaba un recuerdo vivido de festines salvajes donde el vino manaba en
torrentes; de mujeres romanas de blancos senos que, hartas de amantes
civilizados, miraban con algo más que aprobación a los bárbaros viriles; de
juegos de gladiadores; y de otros juegos en los que rodaban los dados y
grandes montones de oro cambiaban de manos. Había bebido mucho y había
jugado imprudentemente, a la manera de los bárbaros, y había tenido una
notable racha de suerte, debido posiblemente a la indiferencia con la que
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